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Florencia

01.11.2014 17:21

Florencia

Por: Saki Bernet

De la serie: Las experiencias de Antonia

Cali, mayo de 2013

No le sorprendió verlo llegar. Él siempre aparecía sonriente como si dos horas antes se hubiera separado de ella. Los motivos cambiaban según el caso. También, según el caso, la interrogaba, le hacía escenas de celos o continuaba como cuando se deja un libro sobre la mesa para almorzar y se vuelve a la lectura.

Antonia sabía que era un hombre de sorpresas, no para ganarse su admiración, más bien era una necesidad, así que se quedó vacía cuando le propuso hacer un viaje juntos. No por lo de viajar juntos, sino por no tenerlo que financiar ella. Humberto se ofreció a cubrir los gastos del paseo. Le rogó, casi le suplicó que lo hicieran.

Cuenta Antonia, que hasta el día de su regreso se sumió en la oscuridad. Sigue pensando que lo que le pasó fue parte de una venganza o de su estupidez.

Desde mi espacio de privilegio como observador, veía el interés de Humberto por las actividades de Antonia, a través de ellas volvió al mundo que abandonó.   Lo sabía acostumbrado a las dificultades, desde muy joven se adaptó a vivir con el morral al hombro y a no tener identidad. Antonia me parecía un objeto de placer en su doble vida. También en ella se notaba el cambio, sus ojos se negaban a reir. Seguí hilvanando mis ideas y al ritmo de su catarsis tomé la decisión de hacer lo que hago hoy, escribirlas.

Su fachada de hombre sereno, amable y bondadoso se fue transformando a medida que el bus avanzaba. Neiva y sus alrededores le traían recuerdos. Su propósito era llegar a Florencia, quería visitar a una mujer a quien le dedicaba todavía sus sueños eróticos. Casada, con hijos y con los compromisos de cualquier miembro de familia, no pudo recibirlo. El marido marcó su territorio,  Humberto cambió el rumbo, primero San Agustín  y luego el desierto de La Tatacoa, pero algo de lo que habló con su antigua amiga, algo, que no supo Antonia, sostenía sus esperanzas.

Tres días después, a veintiséis horas de su tierra, Antonia temió por su seguridad, las reacciones de Humberto la ponían a prueba, comenzó a marcar distancias, a crear un ambiente agrio y silencioso. Sin conocer a nadie y con poco dinero, ella optó por guardar silencio. Humberto miraba  el celular con angustia, era obvio que ese algo que esperaba  se estaba demorando. La última noche en San Agustín fue la de mayor tensión. Por fin recibió dos llamadas, Humberto salió al estar y habló por más de una hora. Entró batiendo la puerta con violencia y encendió la televisión. Antonia rebotó en la cama cuando él se lanzó de golpe. El resto de la noche  profirió insultos; se revolcaba, se quejaba de su falta de sueño y ella sin resultados le pedía silencio, hasta que amaneció.

Al medio día, Humberto dijo: ¡Se acabó la plata!  Antonia se estremeció. ¿Qué vamos hacer?... Pues…, muy fácil, devolvernos o présteme con que pagar el hotel. Solo tengo para una emergencia, respondió ella. Vea…, si lo que quiere es seguir de paseo, hable con su hijo Ricardo y que le mande el dinero, dijo él.  Ante el temor de enfrentar una situación peor y con la esperanza de regresar bien a su casa, sacó el escaso dinero que traía y se lo entregó.

Pero Humberto no pensaba regresar, era ella la que debía hacerlo. A punta de presionarla, de tratarla mal, de ejercer la violencia psicológica, la iba arrojar a su destino, al de ella. Él ya tenía definido el suyo: Florencia. Había gastado demasiado en Antonia, ya no la necesitaba para explicar su presencia en la finca de La Dulce, ahora, sin el marido presente, ella, era un estorbo.

Si Humberto marcó distancias durante los días anteriores, para este momento parecía decidido a dejarla tirada en cualquier lugar. Cada vez más asustada, Antonia arrastraba sus maletas sin despegar el ojo de cada movimiento. De allí a Neiva la incomodidad del vehículo, no le permitía mover las piernas. Llegó hinchada,  con hambre y dolor de cabeza. En cada parada Humberto trataba de huir, no encontró cajeros en la terminal, no tenía dinero para el taxi ni para el bus de regreso. Por fin los llevaron hasta el centro, hizo el retiro por menos del valor total de la carrera y de los pasajes Neiva-Medellín. Peleó con el taxista, se escondió en los baños de la terminal y cuando Antonia lo buscó la insultó a los gritos. Cuando ya la creyó debilitada, se lo dijo: ¡Lárguese, le doy el pasaje y se va, hija de puta!

No se fue, venció el miedo y se lo dijo: Usted me sacó de mi casa, yo no se lo pedí ni quería venir, ahora me devuelve en las mismas condiciones.  Pero no fueron las mismas ni fueron las mismas con que Antonia lo rodeaba en su casa. Sin comida, sin agua y de un lado a otro como si los persiguieran, se la pasaron hasta el amanecer. Cuando lo acosó la sed, Humberto recogió agua en una botella del basurero.  Cada vez era menos coherente. Era temporada de vacaciones, los buses o vehículos disponibles eran pocos, casi todos sin sanitario y sin paradas, eso sí,  ofrecían tiquetes baratos, justo lo que él necesitaba. Antonia exigió lo que no había hecho antes,  a punta de miedo entendió la estrategia. Si es Florencia su destino, pensó, lo va a buscar cuando me ponga en mi casa y con su dinero, no con el mío.

A las seis de la tarde del día siguiente, llegaron a Medellín. Ricardo los recogió en la terminal. Por el retrovisor Humberto parecía un animal extraño en proceso de mimetizarse. Explicó su actitud como enfermedad y en la familia de ella se tragaron la disculpa. Salió al día siguiente de la casa de Antonia para la finca que estaban compartiendo y con un nuevo viaje en proyecto. Ella se sentó a digerir su experiencia. Por la tarde recibió un correo de Humberto: “Hasta hoy tengo paga la finca. Hoy mismo la entrego y retiro mis cosas”.

Allá, en el espacio de Humberto, estaban las prendas y los enseres de Antonia. Unas, las personales, otras, las que siempre guardó para cuando tuviera una finca.