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Günter Grass

16.05.2015 19:46

Danzig, 16 de octubbre de 1927 - Lübeck 13 de abril de 2015. Uno de los grandes de la literatura europea del siglo XX. Se hizo escritor después de haberse formado como escultor y dibujante. Entre sus galardones más importantes recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 1999 y el Premio Nobel de Literatura 1999. Pelando la cebolla (2007) es su último libro.

Pelando la cebolla - Beim Häuten der Zwiebel

Compartimos con ustedes apartes de esta obra traducidos por Miguel Sáenz- Santillana Ediciones Generales, S. L.

1- ¿por qué recordar la infancia y su final tan inamoviblemente fechado, cuando todo lo que me ocurrió, a partir de los dientes de leche y después de los definitivos, hace tiempo ya que, incluidos los comienzos escolares, las canicas y las rodillas con costras, los primeros secretos de confesión y las posteriores cuitas de fe, se ha convertido en notas garabateadas y desde entonces atribuidas a un personaje que, apenas llevado al papel, no quiso crecer, rompió, cantando, vidrio en todas sus formas, tenía a mano dos palillos de madera y, gracias a su tambor de hojalata, se hizo un nombre que, en adelante citable, viviría entre tapas de libro y pretende ser inmortal en no sé cuántos idiomas?

Porque hay que posdatar esto, y aquello también. Porque, de forma descaradamente llamativa, podría faltar algo. Porque alguien, en algún momento, se cayó. Pelando Cebolla guindo: mis agujeros sólo después tapados, mi crecimiento irrefrenable, mi manipulación verbal de objetos perdidos. Y hay que mencionar también otra razón: quiero tener la última palabra.

Al recuerdo le gusta jugar al escondite como los niños. Se oculta. Tiende a adornar y embellecer, a menudo sin necesidad. Contradice a la memoria, que se muestra demasiado meticulosa y, pendencieramente, quiere tener razón. Cuando se lo atosiga con preguntas, el recuerdo se asemeja a una cebolla que quisiera ser pelada para dejar al descubierto lo que, letra por letra, puede leerse en ella: rara vez sin ambivalencia, frecuentemente en escritura invertida o de otro modo embrollada.

Bajo la primera piel, todavía secamente crepitante, se encuentra la siguiente que, apenas separada, libera húmeda una tercera, bajo la que aguardan y susurran la cuarta y quinta. Y todas las siguientes exudan palabras demasiado tiempo evitadas, y también arabescos, como si algún traficante de secretos, desde joven, cuando la cebolla todavía germinaba, hubiera querido encriptarse.

2 -  Hoy, sólo a medias se puede consolar a los nietos con la confesión del abuelo de que fue un alumno en parte vago y en parte ambicioso, pero en definitiva mal alumno, cuando sufren por notas miserables o profesores desesperados y torpes. Gimen como si tuvieran que arrastrar piedras pedagógicamente ponderadas, como si su época escolar transcurriera en una colonia penitenciaria, como si la coacción didáctica incordiara hasta su más agradable dormitar; sin embargo, los miedos del recreo en el patio nunca han podido gravitar como pesadillas sobre mi sueño.

Cuando era niño y no llevaba aún la gorra roja de estudiante de enseñanza media, ni coleccionaba cromitos de cigarrillos, hacía con gotas de arena mojada, en cuanto el verano prometía ser otra vez interminable, en alguna de las playas de la bahía de Danzig, diversas torres y altos muros que convertía en un castillo habitado por personajes fantásticos. Una y otra vez, el mar socavaba mi edificio de arena goteada. Lo que se alzaba en montón se derrumbaba en silencio. Y de nuevo corría entre mis dedos la arena mojada.

«Castillo de arena mojada» se llama un largo poema que escribí a mediados de los sesenta, es decir, en una época en que el cuadragenario padre de tres hijos y una hija parecía estar ya burguesamente consolidado como el héroe de su primera novela, su autor se había hecho un nombre, encerrando su doble identidad en libros y llevándola, así domeñada, al mercado.

El poema trata de mis orígenes y del ruido del Mar Báltico: «Nacido en el castillo de arena, al oeste de», y formula preguntas: «¿Nacido cuándo dónde y por qué?». Una letanía de frases a medias que conjura la pérdida y la memoria como oficina de objetos perdidos: «Las gaviotas no son gaviotas, sino...».

 Al final del poema, que jalona mi entorno con el Espíritu Santo y el retrato de Hitler y, con esquirlas de bomba y fuego de la desembocadura, recuerda el comienzo de la guerra, quedaban cubiertos de arena los años de mi niñez.

3 -  Y mientras continúo preguntando insistentemente a aquel chico de doce años, con lo que sin duda le pido demasiado, pondero, en un presente que desaparece cada vez más aprisa, cada escalón, respiro ruidosamente, me escucho toser y vivo tan tranquilo hacia la muerte.

Mi tío fusilado, Franz Krause, dejó mujer y cuatro hijos que eran algo mayores, de la misma edad, o dos o tres años menores que yo. Ya no me dejaban jugar con ellos. Tuvieron que abandonar su vivienda oficial del barrio viejo en el Brabank e irse al campo, en donde la madre tenía, entre Zuckau y Ramkau, una casita de siervo de la gleba y un terreno. Allí, en la ondulada Cachubia, siguen todavía hoy los hijos del cartero, afligidos por los achaques propios de su edad. Sus recuerdos son muy distintos. Ellos echaban en falta a su padre, mientras que yo tenía al mío demasiado encima en la estrecha vivienda.

El empleado del Correo Polaco era un hombre de familia temeroso y preocupado, que no estaba hecho para morir como héroe, y cuyo nombre puede leerse hoy, Franciszek Krauze, en una placa de bronce, y así debe quedar inmortalizado.

… fui al campo a visitar a los parientes que sobrevivieron. Allí, a la puerta de una choza de aldeano, fui saludado por mi tía abuela Anna, madre del cartero fusilado, con una frase imbatible: «Vaya, Günterito, qué grande te has hecho».

Antes había tenido que calmar su desconfianza y, como me lo exigió, mostrarle mi pasaporte, tan extrañamente extranjeros nos encontramos. Sin embargo, luego me llevó a su patatal, hoy cubierto por las pistas de despegue y aterrizaje del aeropuerto de Gdan´sk.

4 -  Así transcurrían nuestras clases de geografía, ampliadas por la ocupación de territorios: golpe a golpe, victoria tras victoria.

Sin embargo, en lo sucesivo, lo mismo antes que después del baño, sólo los «héroes de Narvik» fueron admirables para nosotros. Nos echábamos en la arena y tomábamos el sol en el baño familiar, pero hubiéramos deseado muchísimo combatir, «allá en el norte», en el disputado fiordo. Allí hubiéramos querido cubrirnos de gloria, hartos como estábamos de vacaciones y de oler a crema Nivea.

En el curso de la constante adoración de los héroes, hablábamos de nuestra marina de guerra y de la derrota de los ingleses, y también de nosotros, de los que algunos, yo también, confiábamos en entrar en la Marina en un plazo de tres o cuatro años, a ser posible como submarinistas, con tal de que la guerra durase.

… Entonces uno de los chicos, que se llamaba Wolfgang Heinrichs, y cantaba con gusto y aplaudido por nosotros baladas y, si se le pedía, hasta arias de ópera, pero tenía la mano izquierda tullida, de forma que, como «inútil para la Marina», podía contar con nuestra compasión, dijo de pronto, de forma imposible de no oír: «¡Estáis todos locos!».

Luego, mi amigo del colegio —porque lo era— enumeró, con ayuda de los dedos de su mano sana, todos los destructores nuestros que, en la lucha por Narvik, habían sido hundidos o resultado gravemente dañados.

… Todavía durante los últimos años de la época del Estado Libre —yo tenía diez— el muchacho que llevaba mi nombre se hizo realmente voluntario de la Jungvolk, una organización que preparaba para las Juventudes Hitlerianas. Nos llamaban «Pimpfe» (pedorrines) y también «Wölflinge» (cachorros). Como regalo de Navidad me pedí el uniforme, con gorra, pañuelo de cuello, cinturón y correaje.

Es verdad que no puedo recordar haberme sentido especialmente entusiasmado, haberme abierto paso hasta las tribunas como portaestandarte, ni haber aspirado jamás al puesto de jefe de pelotón, lleno de cordones, pero colaboré sin rechistar incluso cuando me aburrían aquellos eternos cánticos y aquel redoblar sordo.

No era sólo el uniforme lo que atraía. La divisa hecha a medida «¡La juventud debe dirigir a la juventud!» concordaba con lo que se ofrecía: acampadas y juegos al aire libre en los bosques playeros, fuegos de campamento entre rocas erráticas convertidas en lugares germánicos de asamblea en las tierras onduladas del sur de la ciudad, celebraciones del solsticio de verano y del alba bajo el cielo estrellado y en claros del bosque abiertos hacia el este. Cantábamos, como si los cánticos hubieran podido hacer al Reich más y más grande.

Mi abanderado, un chico obrero del asentamiento de Nueva Escocia, era apenas dos años mayor que yo: un tipo estupendo que tenía gracia y sabía andar sobre las manos. Yo lo admiraba, me reía cuando se reía, y le corría detrás obedientemente.

Todo ello me seducía para salir del aire viciado pequeñoburgués de las coacciones familiares, apartarme del padre, del parloteo de los clientes ante el mostrador de la tienda, de la estrechez del piso de dos habitaciones del que sólo me correspondía el nicho plano que había bajo el alféizar de la ventana derecha del cuarto de estar, que debía bastarme.

En sus estantes se amontonaban los libros y mis álbumes para pegar los cromos de los cigarrillos. Allí tenían su lugar la plastilina para mis primeras figuras, el bloc de dibujo Pelikan, la caja de doce colores de aguada, los sellos de correos coleccionados de forma más bien secundaria, un montón de chismes y mis secretos cuadernos de escribir.

En retrospectiva, veo pocos objetos tan claramente como aquel nicho bajo el alféizar que iba a ser durante años mi refugio; a la hermana Waltraut, tres años menor que yo, le correspondía el nicho izquierdo.

Porque puedo decir esto como salvedad: yo no era sólo un «pedorrín» uniformado de la Jungvolk que se esforzaba por llevar el paso mientras cantaba «En alto ondea nuestra bandera», sino también un niño casero que administraba los tesoros de su nicho. Incluso en filas seguía siendo un individualista que, sin embargo, no llamaba especialmente la atención; un simpatizante cuyos pensamientos vagaban siempre por otra parte.

 Además, el cambio de la escuela primaria a la secundaria me había convertido en «conradino». Podía ir, como se decía, al Gymnasium, el instituto, llevaba la gorra roja tradicional con la «C» dorada, y creía tener razones para mostrarme orgulloso y arrogante, al ser alumno de un establecimiento docente famoso, al que los padres tenían que pagar a plazos un dinero ahorrado con esfuerzo, no sé cuánto; una carga mensual que sólo se le insinuaba.

5 -  Sin embargo, la madre nunca presentó la mensualidad del colegio al hijo, ni, luego, a la hija, como algo por lo que los niños hubieran debido sentirse obligados. Nunca dijo: «Yo me sacrifico por vosotros. ¡Haced algo a cambio!».

… Ella, que no tenía tiempo para una pedagogía precavida que considerase todas las repercusiones…

… ella, cariñosamente tierna, calurosa, fácil de conmover hasta las lágrimas; ella, a la que, cuando tenía tiempo, le gustaba perderse en ensoñaciones y calificaba todo lo que consideraba hermoso de «auténticamente romántico»; ella, la más preocupada de todas las madres, dio a su hijo un día el cuadernillo y me ofreció el cinco por ciento, en florines y centavos, de las deudas que cobrara si estaba dispuesto a visitar, armado sólo de buena labia —¡la tenía!— y de aquella libreta llena de cifras en hileras, todas las tardes, o cuando encontrara tiempo al margen de aquel servicio, en su opinión pueril, de la Jungvolk, a los clientes morosos, a fin de que se vieran abocados, si no a saldar sus deudas, al menos a pagarlas a plazos.

Luego me aconsejó que pusiera especial celo la tarde de un día de la semana determinado: «Los viernes las empresas pagan, y entonces hay que ir y cobrar».

De esa forma, con diez u once años, siendo alumno de primero o segundo de secundaria, me convertí en recaudador de deudas astuto y en definitiva con éxito. A mí no se me podía despedir con una manzana o unos caramelos. Se me ocurrían palabras para ablandar el corazón de los deudores. Hasta sus excusas piadosas y untadas con vaselina me resbalaban por los oídos. Aguantaba las amenazas. Cuando alguien quería cerrar de golpe la puerta de su casa, se encontraba con mi pie interpuesto. Los viernes, aludiendo al salario semanal abonado, me mostraba especialmente exigente. Ni siquiera los domingos eran para mí sagrados. Y durante las vacaciones, cortas o largas, trabajaba el día entero.

Pronto liquidé sumas que, por razones pedagógicas, indujeron a la madre a reducir las desmesuradas ganancias de su hijo, del cinco al tres por ciento. Yo lo acepté refunfuñando. Sin embargo me dijo: «Para que no te crezcas demasiado». En fin de cuentas, sin embargo, disponía de más fondos que muchos de mis compañeros de colegio que vivían en el Uphagenweg o el Steffensweg, en villas de doble tejado con portal de columnas, terraza abalconada y entrada de servicio, y cuyos padres eran abogados, médicos, comerciantes en cereales o, incluso, fabricantes o navieros. Mis ingresos netos se acumulaban en una caja de tabaco vacía, escondida en el nicho de la ventana. Me compraba blocs de dibujo en grandes cantidades y libros.

6 -  La práctica del cobro de deudas me reportó otra ganancia, que sin embargo sólo transcurridos decenios se reflejó en una prosa tangible.

Yo subía y bajaba las escaleras de las casas de alquiler, en las que según los pisos olía distinto. El olor que despide el repollo al cocerse era dominado por el hedor de la ropa sucia al hervir. Un piso más arriba olía sobre todo a gato o a pañales. Tras cada puerta de la vivienda había un mal olor peculiar. A agrio o a quemado, porque el ama de casa acababa de rizarse el pelo con tenacillas. El aroma de las señoras de edad: bolas de naftalina y colonia Uralt Lavendel. El aliento a aguardiente del pensionista viudo.

Yo aprendía al oler, oír, ver y sentir: la pobreza y pesadumbre de las familias obreras numerosas, la soberbia y la furia de los funcionarios, que maldecían en un alemán rebuscado, incapaces de pagar por principio, la necesidad de las mujeres solitarias de un poco de charla en la mesa de la cocina, el silencio amenazante y las persistentes peleas entre vecinos.

Todo ello se acumulaba interiormente como ahorro: padres que pegaban sobrios o borrachos, madres que vociferaban en los registros más agudos, niños enmudecidos o tartamudeantes, toses ferinas y crónicas, suspiros y maldiciones, lágrimas de diversos grosores, el odio a los hombres y el amor a los perros y canarios, la historia interminable del hijo pródigo, historias proletarias y pequeñoburguesas, las narradas en un bajo alemán entremezclado de maldiciones polacas, las de lenguaje oficial, cortadas y reducidas al tamaño de leños, aquellas cuyo motor era la infidelidad, y otras, que sólo después entendí como historias, que trataban de la firme voluntad del espíritu y la frágil debilidad de la carne.

Todo eso y mucho más —no sólo los palos que recibía al cobrar las deudas— se fue acumulando en mí, depositado para cuando al narrador profesional le escaseara el material, le faltaran palabras. Sólo tendría que rebobinar el tiempo, olfatear olores, clasificar hedores, volver a subir y bajar escaleras, apretar timbres o llamar a puertas, con especial frecuencia en la noche del sábado.

Por eso tengo razones de sobra para estar agradecido a mi madre, porque me enseñó pronto a manejar el dinero con realismo, aunque fuera cobrando deudas. Y por eso, al ensartar el autorretrato de palabras que me exigían mis hijos Franz y Raoul, cuando en Del diario de un caracol, que escribí a comienzos de los sesenta, se dice lapidariamente: «Fui bastante bien mal educado», me refiero a mi práctica como recaudador de deudas.

Me he olvidado de citar de pasada las frecuentes anginas que, antes y después de terminar mi infancia, me libraban unos días del colegio pero me impedían prestar al cliente mi atención obsesionada por el dinero. La madre llevaba al convaleciente a la cama, en un vaso, yemas de huevo revueltas con azucar...