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Hugo

11.03.2014 12:36

HUGO

Luis Fernando Macías

Luilli (1996-2000)

Mi hermana me llamó para contarme que habían matado a Hugo, el hijo de Nubia y William. Decidí acompañarla y partimos de inmediato hacia La Milagrosa.

Cuando pasamos por la estación de bomberos de El Salvador, sentí esa suerte de sobrecogimiento que se produce al volver al barrio después de tantos años, las calles que guardan todos los recuerdos, las casas y los colores de la infancia; las mañanas, las tardes, las noches de la adolescencia; la vida vivida mientras crecíamos y nos formábamos una idea del mundo, una conciencia propia.

Mientras subíamos por la calle cuarentaicinco hacia arriba, la memoria visitaba sus viejos compartimientos borrosos, sin tomarse el trabajo de reproducir los recuerdos, ante la necesidad de pulsar las cuerdas de las sensaciones que se sucedieron, un instante detrás de otro, hasta construir esa cosa a la que llamamos vida y que ahora denominamos nuestro pasado.

Hugo nació cuando yo tenía cinco o seis años. Nubia y William vivían entonces, al frente, en la casa de Ramón Zapata. Era una tarde de verano. Se oyó un grito en la calle: "¡Nubia tuvo un niño!" y corrimos a conocerlo. Supongo que iba con Coky y Guerrero, que eran mis compañeros habituales para todo en esa época.

La madre sonreía, pálida, bajo las sábanas. El niño estaba en la cuna, al lado derecho. Alguien lo sacó de allí y lo puso en la cama, junto a la madre, para cambiarlo. Cuando le quitaron el pañal y el hombliguero de trapo, pensé que era demasiado barrigón y que tenía un ombligo muy grande. Más tarde, mientras crecía, nos dimos cuenta de que también tenía una gran cabeza.

Desde muy niño Hugo se pasaba el tiempo en la calle, entre nosotros y nuestros juegos. Se mantenía en camisa, sin calzones ni pantaloncillos, con la barrigota y el rabo pelados al aire, mocoso, y el ombligo como un volcán en medio.

—¡Hugo, la policía! —gritaba alguno, y le veíamos entrar en la casa, corriendo despavorido.

—¡Hugo, la policía! —y en cuestión de segundos estaba ya en la última pieza, junto al solar, escondido debajo de la cama, temblando, acezando y bañado en sudor frío.

¿Por qué de dos, de tres, de cuatro, de cinco años... Hugo sentía tanto miedo de la policía? A veces estábamos jugando fútbol en la falda de la veintinueve, o bolas en el terraplén de alguna casa, o escondidijo en la noche, o vuelta a Colombia con tapas de gaseosa, o chucha, o estábamos ahí —simplemente— y, de repente, Hugo salía corriendo y entraba como un ciclón por la primera puerta que encontraba abierta. Entonces mirábamos hacia la esquina y por allí estaba cruzando una patrulla de la policía.

Llegamos a la casa donde lo estaban velando, en El Cambrai. El sencillo ataúd en la sala; la esposa de Hugo, embarazada, junto al ataúd y al lado de ella, Nubia, la madre.

—Bueno, y ahora ¿qué fue, pues? —le preguntamos a Nubia, mientras nos abrazábamos a ella.

—¡Que me lo mataron! ¡La policía me lo mató!