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De Don Quijote a Peter Kien

03.11.2014 23:33

El libro ¿tinta o veneno?

De Don Quijote a Peter kien

Por Gemma Gorga

Licenciada y doctora en Filología Hispánica, trabaja como profesora en la Facultad de Filología de la Universidad de Barcelona. En el ámbito académico, se ha especializado en literatura de la Edad Media, del Renacimiento y del Barroco. Como poeta, ha participado en varios festivales, mesas redondas y lecturas en el País Vasco, Eslovenia, Alemania, Polonia, Finlandia, Francia, Venezuela, Chile y la India.

 
 "La mejor definición de patria es una biblioteca" Canetti, Auto de fe

¿Qué otro personaje, sino el ilustre hidalgo manchego, podía lograr una hazaña tan extraordinaria como la de contar entre sus descendientes a personajes de la talla de Emma Bovary, Tom Jones, el señor Pickwick, el príncipe Mishkin, Torn Sawyer, Huckleberry Finn o Isidora Rufete? La verdad es que el linaje literario de don Quijote impresiona tanto por la cantidad y calidad de sus integrantes como por su inagotable capacidad de crecer e incorporar nuevos vástagos —algunos, por cierto, un tanto pintorescos y disparatados—. Destacan, entre los más recientes. Monseñor Quijote —el personaje de la novela de Graham Greene que recorre los caminos polvorientos de la Mancha a bordo de un Seat 850, acompañado del ex alcalde comunista del Toboso— y la estrambótica protagonista de la novela Don Quixote, which was a drearn de Kathy Archer, una chica posmoderna que enloquece por culpa de la traumática experiencia de un aborto y decide echarse al mundo en busca del verdadero amor1. Pero más allá de este conjunto de deudas claramente identificables, la novela cervantina aparece como referencia ineludible al hablar de Kazantzakis, Melville, Carpentier, García Márquez, Kafka, Joyce, Huxley o Mann. ¿Existe algún otro personaje que haya alcanzado una gloria similar?2.

Sin embargo, en ese intrincado laberinto que constituye la herencia quijotesca, es posible detectar una ausencia y un vacío inexplicables: se trata de la novela de Elias Canetti titulada Die Blendung (traducida al español como Auto de fe) y protagonizada por el profesor Peter Kien, el hombre- libro, el erudito cuya obsesión libresca y creciente locura deberían bastar 

1 Don Quixote. which was a dream, New York. Gmve Press 1986 (traducción en Anagrama).
2 Para la descendencia de don Quijote, véanse A. Basanta, Cervantes y la creación de la novela moderna (Madrid, Anaya. 1992) y A. Bernat Vistarini y J. M. Casasayas (eds), Desviaciones lúdicas en la crítica cervantina (Salamanca y Palma, Ediciones Universidad de Salamanca y Universitat de les illes Balears, 2000). 

para convertirlo en uno de los más renombrados seguidores del hidalgo. Por mucho que las semejanzas entre ambos personajes sean más que sorprendentes, apenas se ha prestado atención —más allá de la noticia anecdótica o tangencial— a este paralelismo3. Una desatención que sólo puede explicarse por una desafortunada conjunción de factores adversos: tras publicarse en 1935 con una acogida favorable, la obra cae en olvido durante los difíciles años de la guerra y la posguerra europeas, olvido del que saldrá definitivamente en la década de los 80, cuando su autor sea distinguido con el Premio Nobel de Literatura. En el ámbito hispánico, la novela ha tenido que superar otros inconvenientes, como una traducción tardía -la publica Mario Muchnik por primera vez en el año 19804— y una indiferencia generalizada, lo cual no deja de ser inaudito para una novela que ha sido comparada a la muerte de Virgilio de Broch y a El hombre sin atributos de Musil (hay que tener en cuenta, como reconoce Vargas Llosa, que Auto de fe es una de las narraciones más ambiciosas de la narrativa moderna y, también, una de las más arduas5). 

En el primer volumen de su autobiografía, Die gerettete Zunge (La lengua absuelta), Canetti recuerda que, poco después de comenzar a ir a la escuela en Manchester, sucedió «algo tremendamente estimulante que determinó el resto de mi vida» (56). Se trata, nada más y nada menos, que de una colección de clásicos de la literatura universal, en versión infantil, que su padre le regala para introducirlo en el mundo de la lectura: «Puedo recordar todos los títulos: después de las mil y una noches vinieron los Cuentos de Grimm, Robinson Crusoe, Los viajes de Gulliver, Cuentos de Shakespeare, Don Quijote, Dante, Guillermo Tell». Unos libros que, como el propioCanetti confiesa, van a quedar marcados para siempre con el halo entusiasta que le confirió aquella primera lectura, ya imborrable: «Sería fácil decir que todo lo que después he sido estaba ya en aquellos libros que leía por amor a mi padre a los siete años. De entre las figuras que posteriormente no me abandonaron, sólo faltaba Ulises» (56-57). En esta preciosa confesión tenemos un primer cabo al que agarrarnos para empezar a desmadejar el hilo sutil que lleva de Peter Kien a Don Quijote. 

Una mañana, el protagonista de Die Blendung pasa ante una peluquería y se detiene unos instantes para contemplar su aspecto reflejado en el cristal:

3 Véase especiaimenle Á. Cardona (1987] y P. Bonnin (1987]. También aporta algún dato C. De la Rica —sen mi opinión, (a escritura de Auto de fe se mueve y se realiza entre Cervantes y KafkaLas raices de la cultura de Elias Caneiri habría que buscarlas entre lo espaíol y lo germano» [en VV AA, Custodio de la metamorfosis, 1985: 119]—. Al buscar referencias españolas pura la obra de Canetti, sin embargo, suelen privilegiarse los Sueños de Quevedo. 
4 Canetii. Auto de feBarcelona. Muchnik Editores, 1980. Cita por esta 
edición. 5Vargas Llosa, 1987: V

«dos ojos azul acuoso y ni asomo de mejillas. Su frente era una pared de roca hendida. La nariz, espina vertical de una estrechez vertiginosa, precipitábase al abismo. Muy abajo, totalmente disimulados, acechaban dos ínfimos insectos negros. Nadie hubiera sospechado que eran las fosas nasales. Su boca era una cremallera. Dos profundas líneas, que fingían cicatrices falsas, bajaban de ambas sienes hasta la barbilla, cruzándose en su punta. Estas dos líneas y la nariz dividían el rostro, de por sí largo y enjuto, en cinco tiras de angustiante estrechez» (179). A lo largo del libro, nuevas pistas completan su retrato: es tan «flaco y larguilucho» (303) y tiene tan «largas piernas» (115) que merece el apelativo de «esqueleto» (305). Como observa otro personaje, «nunca había conocido a un tipo tan flaco» (305). Los trazos caricaturescos —entre carnavalescos y expresionistas— con los que Canetti dibuja a su criatura de ficción coinciden con los utilizados por Cervantes a la hora de esbozar a don Quijote: por un lado, la ya proverbial delgadez del hidalgo, inmortalizada en tantos dibujos y esculturas6 (era «seco de carnes, enjuto de rostro», 36, «su rostro de media legua de andadura, seco y amarillo», 436, «las piernas muy largas y flacas», 416); por otro lado, la fealdad de un cuerpo huesudo y un rostro descarnado (en el capítulo 58 de la Segunda parte, Sancho se lo dice a las claras: «que muchas veces me paro a mirar a vuestra merced desde la punta del pie hasta el último cabello de la cabeza, y que veo más cosas para espantar que para enamorar», 1099). Haciéndose eco de la tradicional idea de que el aspecto exterior revela el carácter de la persona —como reza el refrán, «la cara es el espejo del alma»—, ambos novelistas dotan a sus respectivos personajes de una fisonomía altamente significativa. De hecho, apariencia y temperamento se influyen y condicionan mutuamente (como leemos en la novela de Canetti, «el carácter, cuando se posee, determina también el aspecto físico», 17). Por ello, no es de extrañar que dos personajes con idéntica tendencia a la manía obsesiva y con idéntico genio nervioso y colérico aparezcan esculpidos con unos mismos rasgos físicos.

Al igual que la apariencia externa, también el nombre posee relevancia. En los universos ficticios de ambas novelas, la onomástica sirve, más que para designar, para significar al personaje. Así, intuyendo que la palabra tiene el poder de crear la realidad, los primeros gestos y actos de don Quijote corno caballero andante tienen que ver con la búsqueda del nombre apropiado -casi necesario— con que bautizar a su dama, a su caballo y a sí mismo, como si el mundo se encontrase en un estado adánico y preverbal, esperando a que alguien lo nominase para comenzar a ser. Y si, ya desde el 

6cito por la edición de F Rico, Barcelona. Crítica, 1998. 

inicio, la novela cervantina ofrece a sus lectores importantes claves interpretativas cifradas en los nombres, otro tanto ocurre en el texto canettiano. El nombre del protagonista, Kien, evoca la leña resinosa y anticipa el impresionante final en que lo vemos arder junto a su biblioteca. En su colección de ensayos Das Gewissen der Worte (La conciencia de las palabras), el propio autor explica cómo estuvo barajando otros nombres igualmente simbólicos antes de decidirse por el definitivo (nombres como el de Brand -«incendio»-, o, simplemente, la inicial B —abreviatura (le Bücher,mensch, «hombre—libro»).

Las pequeñas coincidencias señaladas hasta ahora no rebasarían la categoría de curiosidad si no fuera porque se enmarcan en un contexto más amplio y trascendente donde cobran pleno sentido. A fin de cuentas, y si lo consideramos con atención, los tres grandes temas que vertebran el Quijote son los mismos que sostienen la maquinaria novelesca de Auto de fe: (a) una meditada reflexión sobre las complejas relaciones entre locura y cordura, (b) un largo interrogante sobre qué cosa es la realidad, y (c) los efectos que el libro y la palabra impresa tienen sobre algunos lectores. Tres temas comunes desarrollados sobre el trasfondo del conflicto que enfrenta al individuo con la sociedad (individuo versus’ vulgo, en formulación cervantina; individuo versus masa y poder, en formulación canettiana). Antes de centrarnos en la última de estas ramificaciones temáticas, la del libro, veamos brevemente la sorprendente similitud con que ambos novelistas perfilan las dos primeras.

¿Quién puede afirmar con certeza qué es lo real?, ¿alguien puede estar seguro de sus propias percepciones?, ¿poseen las personas o las cosas una realidad objetiva? Tanto Canetti como Cervantes tienen la extraña habilidad —y más extraña todavía en un escritor de la Edad de Oro de minar de dudas el terreno que pisa el desconcertado lector. Desde que Américo Castro planteara con rigor la cuestión de lo real en la obra cervantina —esa realidad oscilante o problemática, como suele llamársele—, hemos tenido que sustituir la forma verbal es, por parece. Porque, en el Quijote, todo se expresa por medio de conjeturas, hipótesis y fórmulas aparenciales: las bacías parecen yelmos, la edad de los personajes sólo se conoce aproximadamente, los nombres tampoco gozan de gran estabilidad («se debía de llamar “Quijada”, y no “Quesada”», 43, «se le debió de poner nombre de “Panza” y de “Zancas”», 1O9) los objetos se desdibujan («descubrieron treinta o cuarenta molinos». 94) y el tiempo cae en garras de la pura subjetividad (tras emerger de la cueva de Montesinos, el hidalgo sentencia: «quizá lo que a nosotros nos parece un hora debe de parecer allá tres días con sus noches», 824). Pero lo más terrible es que esta inestabilidad afecta también a las relaciones humanas, a la percepción del otro, que se convierte de este modo en el enigma supremo que nadie puede descifrar, ni siquiera él mismo7. ¿Quién es más real, Dulcinea o Aldonza Lorenzo? Una vez más, la lucidez de don Quijote nos proporciona una respuesta que rezuma relativismo por los cuatro costados: 

«Bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta [...]. Y para concluir con todo, yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad [...]. Y diga cada uno lo que quisiere” (285)».

En Auto de fe, cada personaje tiene una percepción peculiar —a menudo distorsionada por factores como el miedo o el egoísmo— de lo que ocurre en el extrarradio de su ser, más allá de los límites del yo. Es un mundo desintegrado y delirante que se descompone en mil pedazos que no encajan. Un mismo hecho suscita miradas e interpretaciones múltiples, dispares e incluso disparatadas. Ya que los otros constituyen un oscuro interrogante imposible de penetrar8: «¿Quién es usted realmente, caballero?» (314), le pregunta a Kien un cada vez más desconcertado jefe de policía, incapaz de ordenar las piezas y reconstruir el rompecabezas humano. Es el mismo misterio que entraña don Quijote para don Diego, el Caballero del Verde Gabán, que no se atreve a sentenciar si bajo el hidalgo manchego se esconde el mayor loco o el mayor cuerdo del mundo.

Las malas pasadas que a menudo les juegan los sentidos no hacen más que incrementar el grado de confusión y desconcierto ante la realidad. Tanto Kien como don Quijote son víctimas de frecuentes alucinaciones que les llevan a interpretar erróneamente los estímulos procedentes del mundo exterior. Es difícil leer el episodio en que Kien ve y oye a su esposa —a la que creía muerta— sin recordar la perplejidad del hidalgo ante la inesperada visita nocturna de la moza asturiana Maritornes, cuando todos los sentidos —y no sólo la vista, como es habitual— lo persuaden de que la mujer que tiene entre sus brazos es una altísima princesa. También Kien confiesa a propósito del episodio vivido: «todos mis sentidos me han traicionado, no sólo la vista» (308). Es así como, en ambas novelas, el tema de la realidad problemática acaba desembocando de manera natural en el de la locura, o, 

7Como escribe Canetti en sus Apuntes: «la palabra más imprecisa de todas, yo» [2000: 141].
8Esta lectura múltiple de una sola realidad tiene su, maximo exponente en el episodio del Theresianum que se desarrolla en el capítulo «El ladrón» pp. 295-296).

si se prefiere, en la imprecisa línea que separa locura y sensatez. Tan escurridizo como el concepto de realidad es el concepto de cordura. Aunque en Auto de fe se enuncie un criterio clarificador —«el que es capaz de deslindar la fantasía de la realidad, bien puede estar seguro de sus facultades mentales» (387)—. en la práctica la observación se revela como irónica e inviable, ya que ningún personaje la asume, ni Kien —un discapacitado social para quien nada existe más allá de sus libros—, ni Teresa —deslumbrada por un mezquino vendedor de muebles—, ni Fischerle —el jorobado estafador que se cree campeón mundial de ajedrez--, ni Pfaff -el brutal y sádico portero que se ve a sí mismo como padre amantísimo-. Los paralelismos con la novela cervantina siguen siendo increíbles, ya que, aunque don Quijote pasa por ser el loco, los otros no le van a la zaga, comenzando por un escudero que ambiciona el gobierno de una ínsula sin siquiera saber que es una ínsula, y acabando por unos duques dispuestos a llenar sus interminables horas de ocio a costa del sufrimiento ajeno. Otra coincidencia sintornática es que, en ambas novelas, junto al «loco oficial» —don Quijote, Peter Kien- - se alza la contrafigura del «cuerdo oficial —don Diego, George Kien--, representante del más puro sentido común y cuyo racionalismo paralizador, estéril y anestesiante obliga al lector a replantearse una serie de valores: ¿es la locura, a fin de cuentas, maldición o bendición?, ¿debemos perseguir la razón a cualquier precio? Es el propio George, el hermano psiquiatra del protagonista, quien, con un instante de clarividencia, formula las dudas en voz alta: «Vivimos encaramados sobre nuestra sólida razón como los avaros sobre su dinero. Mas la razón, tal como la entendemos, es un malentendido. ¡Si existe una vida puramente espiritual, es sin duda la que eleva este loco!» (413). Se diría que, a unos cuantas siglos de distancia, bajo sus palabras resuena todavía el eco de la Mona erasmiana.

«Amo mi biblioteca» (308). Poco importa que esta confesión aparezca en labios de Peter Kien, puesto que podría haberla pronunciado igualmente don Quijote. La vida de ambos personajes gira en torno al libro, y este elemento condiciona toda su existencia, corno si el universo cornenzara y acabara en cada página (su mundo era su biblioteca», escribe Canetti). La realidad permanece velada ante sus ojos, oculta tras el enjambre de la letra impresa; y así, incapaces de ver, se ven obligados a leer los objetos y personas --convertidos ahora en signos-— que se cruzan en su camino. En la 

9 En el tercer volumen de sus nemwias, Das Augenpie1 (El juego de ojos), Canetti escribe a propósito de Auto de fe: «Era preciso comprender por fin que la demencia no era algo despreciable, sino un fenómeno lleno de relaciones y significados propios, distintos en cada caso (23).

novela cervantina, cuando el hidalgo se dispone a embestir los molinos. Sancho asume las funciones de perogrullo para recordarle algo tan básico como que mire lo que tiene delante y salga así del error: «Mire vuestra merced que aquellos que allí se parecen no son gigantes» (95). Pero las sensatas advertencias del escudero se las lleva el viento, puesto que don Quijote no tiene por costumbre mirar, sino leer, reinventar y filtrar la realidad, acomodándola a lo que dicen los libros. Y los libros informan claramente que aquellas criaturas monstruosas que agitan los brazos no pueden ser más que gigantes. Resulta irónico que el protagonista de Auto de fe viva obsesionado con la remota posibilidad de perder la vista precisamente 61, una persona que permanece ciega para la realidad más inmediata—. Peter Kien ha adquirido la curiosa costumbre de deambular entre las estanterías repletas de libros cerrando los ojos y fingiéndose ciego, para tratar de imaginar el horror que supondría vivir a oscuras. He aquí una acertada metáfora para caracterizar a una persona que, en cierta manera, ya vive a oscuras. Al menos. así se lo recuerda su hermano: «pagas tu memoria científica con una peligrosa carencia: no ves lo que ocurre a tu alrededor» (445).

A pesar de que el espacio cerrado de una biblioteca constituye su hábitat idóneo, tanto don Quijote como Peter Kien van a ser expulsados de ese recinto protector. Al primero, le tapian la estancia donde guarda sus libros y le hacen creer que la desaparición es obra de encantadores; al segundo, su mujer lo echa de casa y sólo puede salvar una pequeña parte de su adorada colección (aunque el hecho de haber sido desposeído de ella no le impide, cuando se aloja en un hotel, anotar como profesión «propietario de una biblioteca», 175). Pero ambos van a sobrevivir a la expulsión del paraíso gracias al socorro de una extraordinaria memoria. Don Quijote no necesita de la presencia física de sus grandes volúmenes de caballerías, puesto que los almacena en la cabeza. Puede hojearlos mentalmente en cualquier momento y dar con La información que busca. Es tal su reverencia por lo escrito que, en sus citas, llega incluso a reproducir los verba dicendi. Así. cuando se dispone a atacar al vizcaíno, leemos: «—Ahora lo veredes, dijo Agrajes —respondió don Quijote» (95). La memoria de Peter Kien es igualmente portentosa, «prodigiosa» (423), «casi terrorífica» (21), «un don divino, un verdadero fenómeno» (215). También 61, corno el hidalgo, «pensaba por citas» (19). Esta extraordinaria capacidad nemotécnica le permite construir una biblioteca portátil e interiorizada —una «bibliocabeza», 22—, donde conserva todos sus libros ("yo podría vivir en un simple agujero, pues llevo mis libros en la cabeza», 446). Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en la novela cervantina, el protagonista de Auto de fe muestra

en todo momento una devoción casi fetichista por los aspectos más materiales del libro, su cuidado, su limpieza, su encuadernación, su fragilidad10. En la novela canettiana, la constante animalización de tos personajes encuentra su correlato antitético en la humanización de los libros. Según frase lapidaria de Kien, «un libro vale más que un ser humano» (455). Los libros se convierten en entidades sensibles, «pobres criaturas» (212) que algunos compradores sin escrúpulos —equiparados a buitres— examinan «corno si se tratara de esclavos» (213). Cuando llega a oídos de nuestro protagonista la leyenda del Hombre-Cerdo, el insaciable devorador de libros que trabaja en el Monte de Piedad, se autoimpone la obligación moral de salvarlos, y lo hace en estos términos: «mientras tuviera una gota de sangre en las venas, estaba dispuesto a redimir a esos desdichados, a rescatarlos de las llamas, a protegerlos de las fauces del Cerdo» (270). Y cuando se imagina la supuesta muerte por autofagia de Teresa, lo que más le duele es pensar que esta terrible escena se desarrolló en presencia de sus indefensos libros (321).

Hace algunos años, McLuhan señaló que la imprenta «destribaliza o descolectiviza al hombre», y que esta es la «tecnología del individualismo»”. Para confirmar la idea, basta pensar en don Quijote o en Peter Kien, dos solitarios empedernidos, dos misántropos que no saben —o no quieren— integrarse en los mecanismos sociales. El hidalgo es capaz de permanecer encerrado en su aposento leyendo durante 48 horas seguidas, hasta que, inevitablemente, se le seca el cerebro. El «hombre-libro», por su parte, vive recluido en su biblioteca como un ermitaño, sin que apenas le lleguen ecos del mundo exterior. En ambos casos, sin embargo, esa voluntad de aislamiento se concreta y materializa en el rechazo a la mujer. Persuadidos de que profesar en la orden de los libros exige voto de castidad, los dos personajes deciden convertirse en ascetas sexuales y evitar la peligrosa interferencia de lo femenino en sus vidas12. Pero aunque el resultado sea el mismo, las estrategias que trazan para llevar a cabo su plan son opuestas. Don Quijote se coloca a salvo de la mujer sublimándola hasta descarnarla y convertirla en un inocuo fantasma intelectualizado. Es así como Dulci

10 Es dificil no advertir un eco autobiográfico. Escribe Canetti en sus Apuntes: «No puedonegar que me duele no ocuparme de los libros, tengo un sentimiento físico por ellos, de vez en cuando me sorprendo en diálogos de despedida de ellos. Me duele pensar que los libros caerán en en manos ajenas o que incluso se venderán, me gustaría que permanecieran donde están ahora y que yo pudiera visitarlos de vez en cuando sin ser visto, como un fantasma» (46).
11 M. MrLuhan, 1993: 232.
12 De hecho, el ascetismo, en todas sus manifestaciones, domina la vida de ambos personajes. La austeridad en el comer y en el dormir, el rechazo de cualquier tipo de comodidad y su indiferencia por el dinero constituyen otros tantos puntos de contacto entre don Quijote y Kien.

nea ese gran invento creado a partir del ensamblaje de diversas piezas culturales y librescas, lo redime del contacto amoroso con la mujer real. Peter Kien, por su parte, también ha acudido a los libros en busca de una respuesta al interrogante femenino, y ha hallado su refugio en una misoginia visceral. Odiar a las mujeres le evita el contacto con ellas (su único error, del que se arrepentirá toda su vida, es haberse casado con la esperpéntica y limitadísima Teresa para que cuidara de su biblioteca). La misógina arenga que pronuncia hacia el final del libro en presencia de su hermano George es pura erudición, un nutrido catálogo de féminas malvadas extraídas de la mitología y la historia sagrada. Ni Kien ni don Quijote son capaces de ver a la mujer real cuando ésta pasa junto a su lado. Su terror ante lo femenino y su enfermiza soledad les lleva a inventarla —sublimándola en un caso, denigrándola en el otro— para escapar de ella.

Pero más allá de este cúmulo de coincidencias —que podría leerse, en última instancia, como un tributo más o menos consciente de Canetti a la obra cervantina’3—, el parentesco de ambas novelas se funda en la común reflexión de carácter ético-moral en torno al libro y a la lectura. La pregunta básica que late tras sus páginas —pregunta que nunca se formula de manera descaradamente explícita, pero para eso estamos ante obras de ficción y no ante ensayos— es la del valor del libro en nuestras vidas, tanto desde un punto de vista individual como social. Por distintos cauces históricos —Cervantes vive la explosión comercial de la imprenta en pleno Siglo de Oro; Canetti, el clima prehélico de la Viena de los años 30--, ambos plantean con especial urgencia el problema de la responsabilidad del escritor y del lector —si es que la literatura tiene que ser algo más que un simple pasatiempo. Claro—. ¿Cómo hay que leer? ¿Cómo no hay que leer? ¿Existen libros peligrosos per se, o dicha peligrosidad depende de los ojos que leen? Por medio de la ficcionalización de dos casos clínicos de desaforada pasión libresca, Cervantes y Canetti abren el camino de la reflexión. Porque, corno señala el escritor búlgaro a propósito de su novela, «lo que acontece en un libro así no es mero juego» (1985: 11).

13 En el tercer volumen de su autobiografía, Das Augenspiel (El juego de ojos), escribe canetti: «La primera novela fue 1)Don Quijote [...]. Para mí no es sólo la primera novela, sino que continúa siendo todavía la más grande. En ella no echo de menos nada, ningún conocimiento moderno» (47).
14 No es difícil, una vez más, advertir ecos autobiográficos tras estas pasiones librescos. De cervantes sabemos, por confesión indirecta, que leía «los papeles rotos de las calles» (107). Por su parre. Canetti admire su voracidad libresca: «no me arrepiento de esas orgías de libros [...]. En Viena, cuando no tenía dinero, gastaba rodo lo que no tenía en libros [...]. Tendré que comprar libros hasta el último instante de mi vida, sobre todo cuando sé con seguridad que nunca los leeré» (2000: 12).

Si dejamos momentáneamente en suspenso la lectura romántica que convierte a don Quijote en el paradigma del idealista incomprendido, hay que admitir que, al pobre hidalgo, la lectura no le sienta demasiado bien”. Para decirlo en pocas palabras, una persona culta, sensible y buena se echa a perder por culpa de los libros —es cierto que el desequilibrio mental aparece aquí corno resultado de una megadosis de ficción mal digerida; pero, ¿quién se atreverá a establecer los límites de un consumo «racional»?— está claro que, en su caso, la lectura tiene un efecto nefasto que le lleva a perder la hacienda —dilapidándola en costosos volúmenes— y el juicio —dilapidándolo en interminables noches que emplea «leyendo de claro en claro», 30—. Y no es del todo cierto que el libro despierte en el hidalgo la bella vocación de ayudar al prójimo. De hecho, la primera tentación que siente don Quijote es la de la escritura, es decir, emular por medio de la pluma y el papel las hazañas caballerescas que tanto admira. Más adelante, cuando pasa a la acción y sale a los caminos, la literatura sigue siendo su móvil principal, puesto que sueña con ver sus aventuras inmortalizadas en letra impresa. La vida del hidalgo parece atrapada en una especie de círculo infernal: del libro sale y al libro retorna. Ciñéndonos a una interpretación básica, el libro se perfila como un objeto potencialmente peligroso y destructivo. Podría argüirse, sin embargo, que sólo los géneros englobados dentro de la categoría de «ficción» —libros de caballerías, libros de pastores, romances— constituyen una amenaza real. Es en este punto donde entra en escena, como relevo, Peter Kien. 

Peter Kien no sólo no lee novelas, sino que aboga directamente por su prohibición: «el placer que en ocasiones nos ofrecen se paga muy caro:acaban por erosionar el carácter más firme. Aprendernos a identificamos con todo tipo de personas. Uno le coge el gusto a ese vaivén perpetuo y se confunde con los personajes que le agradan [...]. El Estado debiera prohibir las novelas» (43). Las estanterías de la impresionante biblioteca de este erudito —un reputado sinólogo— están repletas de otro tipo de obras, básicamente de sabiduría oriental, textos taoístas, confucianistas y budistas. Sin embargo, este personaje, a quien su propia conciencia ha puesto a salvo de las peligrosas garras de la ficción y que conoce como nadie los grandes textos sagrados de Oriente, es un ser mezquino y egoísta, un misántropo encerrado en una soledad impermeable, parapetado tras esos 25.000 volúmenes

15 Escribe con gran lucidez Martín de Riquer: «Se ha afirmado a veces que don Quijote no estaba loco, o se ha querido generalizar diciendo que todos estamos locos. Con ideas así se pueden escribir maravillosos ensayos [... ]. Pero lo cierto es que el protagonista de la novela de Cervantes está rematadamente loco [1980: XLII].

a los que nadie más tiene acceso, que se niega a enseñar y a compartir, y que, en un acceso de locura paranoica, decide arder finalmente junto con sus libros. Frente al magnetismo de la letra impresa, las relaciones humanas se toman innecesarias y fastidiosas. Que erudición no es sinónimo de sabiduría parece ser uno de los muchos corolarios que se desprenden de Auto de fe. ¿De qué le sirve a Kien dominar tantas lenguas muertas y vivas, haber leído tantos libros, acumulado tanta cultura, si es incapaz de tender un puente hacia los demás y superar el fracaso de su existencia? ¿Cuál es la diferencia entre Kien y sus odiados «analfabetos» —los excluidos, los no llamados, los que, según él, sufrirán una muerte aún mayor 16—? Kien demuestra en propia carne y de manera irrefutable que los libros son potencialmente peligrosos, todos, tanto los de ficción como los de espiritualidad, tanto las novelas que él proscribe de su biblioteca como los tratados budistas que lee con tanta pasión y cuya doctrina - maravillosa ironía por parte de Canetti— alerta contra el riesgo de escisión entre conocimiento intelectual y vivencia. En su colección de retratos titulada Cincuenta caracteres, el autor dibuja con pinceladas expresionistas la figura del «bibliófago», tras la que asoma el perfil igualmente grotesco e hiperbólico de Peter Kien: «El bibliófago lee todos los libros sin distinción, siempre que sean difíciles [...]. A los 17 años tenía ya el mismo aspecto que ahora, a los 47. Cuanto más lee, menos se transforma» (143).

Entonces, ¿para qué la cultura, para qué el libro? Como escribe Vargas Llosa refiriéndose a la irrupción y triunfo del nacionalsocialismo, «si la cultura no sirve para prevenir este género de tragedias históricas, ¿cuál es entonces su función?» [1987: V]. He aquí una reflexión similar a la que plantea, de manera intermitente pero irreductible, toda la trayectoria ensayística de George Steiner, reflexión que obliga a desmantelar el optimismo cultural de la Ilustración dieciochesca y del positivismo decimonónico: «se suponía que el estudio de la literatura implicaba casi necesariamente una fuerza moral. Parecía evidente que la enseñanza y el estudio de los grandes poetas y prosistas no sólo habría de enriquecer el gusto o el estilo sino también la sensibilidad moral» [2000: 82]. Pero el siglo XX ha demostrado que las humanidades no necesariamente «humanizan», pues, como recuerda Steiner, los que torturaban en los campos de exterminio fueron educados para leer a Shakespeare. Terrible paradoja y terrible posibilidad, la del libro como factor desencadenante de fracaso individual y social.

Si consideramos a don Quijote y a Peter Kien como dos casos curiosos—aislados, concretos, no generalizables— de locura libresca, es posible leer las novelas que protagonizan con una sonrisa en los labios. Ahora bien, si los contemplamos como parábolas de una época que vive bajo el imperio de la palabra impresa —una época que se inicia en la Edad de Oro y que culmina en el delirio editorial del siglo XX—, la sonrisa puede acabar convertida en mueca. 

16 «La muerte nos espera a todos —sentencia--, pero más aún a los analfabetos» (264). 

Bibliografía
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