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La figura del diablo como motivo recurrente en dos novelas de Germán Espinosa

28.12.2014 03:25

La figura del diablo como motivo recurrente

 en dos novelas de Germán Espinosa

Los cortejos del diablo y Aitana

Por : Marco Antonio Fonseca Gómez

 
17 de octubre de 2012

   Universidad Sorbonne-Nouvelle, París 3, Francia. 

Este artículo se enmarca en la línea de investigación:

 “De la razón a lo irracional en la literatura”

Resumen: en este artículo se analizará el papel que cumple la figura del

diablo en dos novelas del escritor colombiano Germán Espinosa (Cartagena,

1938-Bogotá, 2007), Los cortejos del diablo y Aitana, donde el autor se

sirve de esta figura para sustentar dos temas que fueron fundamentales a

lo largo de su carrera: el conflicto entre distintos elementos culturales en

la Colombia colonial y el problema del mal en la sociedad colombiana

contemporánea. Se aborda, además, la evolución que esta figura mítica ha

tenido en la historia occidental.

                                                      Introducción

Este ensayo pretende analizar una figura mítica que cumplió un papel

fundamental en la obra del escritor colombiano Germán Espinosa (Cartagena,

1938-Bogotá, 2007), el diablo, que no ha sido abordada por los estudiosos

de este autor en forma completa y detallada. El interés de Espinosa por

este personaje mítico se debió a su predilección por lo fantástico y a su

tendencia a la novela histórica y de corte erudito, a la par que combina

numerosas disciplinas del conocimiento con una visión particular de lo humano

y de la historia. El autor se sirve de todos estos elementos y estrategias para

elaborar una narrativa única en el panorama literario colombiano del siglo xx:

“En él la literatura antes que un ejercicio de divertimento es una forma

de conocimiento que deja ver las repercusiones o la presencia del pasado en

el presente y las incógnitas del ser” (Giraldo, 2006: 124).

Aunque la figura del diablo recorre varias novelas, cuentos, poemas y ensayos

del autor, hemos preferido enfocarnos en dos obras en las cuales este

motivo se encuentra plenamente trabajado y en el hecho de que representan

el inicio y el final de su carrera literaria. La primera es Los cortejos del

diablo (1970), en la que desde la ficción histórica se hace una descripción

tanto del mundo de la Inquisición y de la brujería en la Cartagena de Indias

del siglo XVII como de los múltiples conflictos que se agitan en la sociedad

colonial. En ella la figura del diablo constituye un factor de suma importancia

que va más allá de lo fantástico. La segunda es Aitana (2007), su última

novela, publicada poco antes de su muerte, escrita como homenaje a su

esposa recientemente fallecida, la pintora Josefina Torres, donde Espinosa se

sumerge en una despedida de tintes autobiográficos reafirmando sus creencias

y puntos de vista más íntimos y profundos sobre la vida, entre los cuales

se destaca la presencia de poderes o fuerzas ocultas de tipo sobrenatural que

dominan e interfieren con la existencia de los seres humanos.

 

Para el análisis de la figura del diablo en estas dos novelas partiremos

de dos premisas: en primer lugar, Espinosa utiliza al diablo para elaborar su

particular poética de la realidad, en la cual propone una visión del universo

contraria a la producida por las tendencias materialistas y científicas que

han dominado la mayor parte del pensamiento contemporáneo, con toda una

serie de sucesos que escapan a la razón y a la lógica, es decir, sumergiéndose

en el terreno de lo sobrenatural y de lo inexplicable. En esta perspectiva,

el elemento sobrenatural y fantástico representado por el diablo permite no

solo ilustrar una concepción propia del mundo por parte del autor, sino que

también sirve de base al desarrollo de temas como el conflicto entre el

mestizaje y el poder colonial en Los cortejos del diablo, o la presencia del mal

en el ámbito contemporáneo en Aitana. En segundo lugar, las dos obras

muestran la clara evolución de la figura y de la representación del diablo a lo

largo de la historia occidental; sus numerosos cambios y modificaciones

ocurridos hasta el presente. Empezaremos, pues, analizando la figura del

diablo en Los cortejos del diablo; luego proseguiremos igualmente con Aitana y,

por último, concluiremos con un breve contraste de las dos novelas con

respecto al tratamiento de la figura del diablo.

                                La figura del diablo en Los cortejos del diablo

Aparece en la Cartagena del siglo XVII un poder

sobrenatural, contrario a la divinidad cristiana, el cual está en conflicto

con el establecimiento dominante de la época colonial, representado por la

Iglesia y su brazo armado, la Inquisición, capaz de realizar a través de sus

adoradores y por su presencia toda clase de prodigios sobrenaturales que

pueden alterar el curso de la naturaleza. Esta entidad demoníaca se llama

Buziraco y representa a la figura del diablo a lo largo de la novela. Buziraco

combina en sí elementos de tradición africana y europea; es en sus orígenes

una deidad acuática adorada por los esclavos, la cual, con el paso del tiempo,

adquiere las características del diablo occidental: “Pues Buziraco era un

negro de agua un dios de agua y sus hierofantes orugas que dormían el día

en los palos de bálsamo y en la noche abandonaban la crisálida y remontaban el

vuelo como mariposas negras y felpudas” (Espinosa, 2006: 182). La adoración

a Buziraco muestra cómo debajo del manto de cristianismo que domina

el ambiente de la época, se esconden profundas creencias que alimentan el

culto a divinidades distintas del Dios cristiano perseguidas de manera

despiadada por la Inquisición, pues la Iglesia católica está dispuesta a acabar

con cualquier creencia o doctrina distinta. Espinosa hace con esto un rico

recuento de una cultura mestiza que se resiste a caer en la dominación tiránica

de la Iglesia y del poder colonial, y encuentra en el culto demoníaco e

idólatra de Buziraco una vía para afirmar de manera propia y contundente

su identidad cultural:

En algunas obras de Germán Espinosa, subrepticia o evidentemente aparece la cultura

de negros y cimarrones con la superstición, la hechicería y la magia, la sensualidad,

la condición de siervo, etc., que en Los cortejos de diablo y de La tejedora de

coronas une los conceptos que la cultura cristiana ha impuesto como demoníacos,

viéndose en los rituales y ceremonias, en las angustias de Juan de Mañozga y en

Rosaura, y en todo aquello perseguido por la Inquisición (Giraldo, 2006: 92).

Esta lucha contra Buziraco y todo lo que representa, encabezada por la

Inquisición, encarna en el personaje del inquisidor Juan de Mañozga uno

de los más importantes de la novela: Mañozga es una figura grotesca, que

aunque se encuentra en avanzado estado de vejez y decadencia, es temido y

despreciado incluso por los mismos miembros de la institución eclesiástica.

Obsesionado con el diablo y con todo lo que lo representa, el inquisidor está

dispuesto a acabar con el culto a Buziraco a como dé lugar. En las visiones

alucinadas de Mañozga, a las cuales accede el lector gracias al uso del

monólogo interior que el narrador inserta a lo largo del texto y que permite

conocer de primera mano las impresiones de los protagonistas, se revela la

imagen de Buziraco ante los ojos demenciales del inquisidor:

Buziraco, daímon, demonche demonolátrico, cuán real abatiste tu poder sobre

la flamante construcción. Rayos y centellas, lluvias y vendavales fustigaron

sin piedad el convento. Al abrirse en surcos por el firmamento, la luz de los relámpagos

dibujaba tu carátula de cuernos esquinados, nudosos y vueltos hacia

atrás. Un hedor de azufre cargaba el aire y tu carcajada retumbaba con la risa

bronca del trueno (Espinosa, 2006: 142).

Parecieran ser únicamente alucinaciones o visiones de Buziraco lo que

contempla Mañozga, pero también podrían verse como apariciones, y es

que la aparición de Buziraco ante Mañozga se yergue como claro desafío de

la entidad demoníaca contra la Inquisición y el poder establecidos: a pesar

de la persecución del culto de Buziraco y de la aniquilación de sus seguidores,

el Diablo se mantiene en pie e intacto, cometiendo toda clase de fechorías

contra la Iglesia, tales como tomar posesión del cuerpo de una mujer

virgen durante la misa, tratar de profanar el santuario encarnado en varios

animales (gatos, machos cabríos), y además intenta seducir a los monjes

para que caigan en pecado y violen su voto de celibato: “En veces sucesivas

te incorporaste en todo género de animales desde gatos negros hasta aves

churrumbas y cabrones barbudos pero fuiste reconocido” (Espinosa, 2006:

144). Incluso se afirma que Buziraco es prácticamente imbatible a pesar de

la destrucción de su secta, pues su culto continúa proliferando, y su poder

es tal que causa la sequía en la región, sin que nadie pueda hacer nada para

detenerlo, demostrando que su venganza es inexorable e irreversible: “Al

quemarlos vivos Mañozga acicateó esta proliferación increíble de brujos y

condenó a perpetua sequía la región” (Espinosa, 2006: 185).

Todas estas tretas y visiones que Buziraco utiliza para la irritación e

impotencia de Mañozga muestran de manera rica y amplia la construcción

histórica y cultural, incluso contestataria, que se ha elaborado de la figura

del diablo desde sus inicios, los cuales se remontan precisamente a la

toma del poder y a la legitimación del cristianismo como religión oficial

del estado en Occidente, afirmando la primacía de Dios y de la Iglesia

como fuentes del bien y del orden en el universo. Así, Buziraco y su culto

implican un enfrentamiento soterrado, una resistencia a la doctrina oficial

de la Iglesia invasora, la teología, que postuló la existencia de una potencia

maligna y contraria a los designios divinos, el diablo, dedicada a quebrantar

y apoderarse de los dominios de la divinidad, explicando así el problema del

mal en la creación. El demonio trataría reiteradamente de usurpar el poder

divino, y se establece un conflicto entre ambas partes —el bien y el mal—,

que solo se resolvería al final de los tiempos con la llegada del Salvador y la

instauración definitiva del Reino de Dios, con la consecuente aniquilación

del diablo y su influjo sobre la Tierra:

Recientemente, un autor ha estimado que el éxito del cristianismo en este dominio

ha consistido en tomar prestado uno de los modelos narrativos más importantes del

Oriente Medio: el mito cósmico del combate primordial entre los dioses donde la

condición humana está en juego. Según él, esta versión se puede resumir de esta

manera: un dios rebelde con el poder de Yahvé, hace de la Tierra una extensión de

su imperio para poder reinar en él mediante el poder del pecado y de la muerte.

El “dios de este mundo”, como lo nombra san Pablo, es combatido por el hijo

del creador, Cristo, durante el episodio más misterioso de la historia cristiana,

la Crucifixión, que combina a la vez derrota y la victoria. La función de Cristo

en el transcurso de esta lucha que solo concluirá con el fin de los tiempos es la

de ser el liberador potencial de la humanidad frente a Satanás, su adversario por

excelencia (Muchembled, 2006: 21).

Debido a esto, el diablo, una figura originalmente grotesca que se nutre

de múltiples fuentes de carácter folclórico y local, discutida exclusivamente

por los teólogos y poco entendida por la gente a comienzos del cristianismo,

pasa a ser a finales de la Edad Media e inicios de la modernidad un instrumento

compartido por la Iglesia y el Estado para el control y el dominio de

la población, al representar el mal y lo contrario a los preceptos divinos.

Creer y adorar al diablo no solo representaba un desafío contra la Iglesia,

sino también contra el mismo Estado, pues se atentaba contra la jerarquía

social y el orden universal establecido por Dios desde el principio de los

tiempos. Aquello legitimó a la Inquisición como un medio de represión que

benefició tanto a la Iglesia como al Estado, por medio del miedo, el terror

y el castigo. Contra esto se levantan la figura y el culto a Buziraco en Los

cortejos del diablo: al amenazar a la Iglesia con su desafío demoníaco y

herético, contribuyen a socavar también los cimientos del estado colonial y,

por consiguiente, los beneficios que Estado e Iglesia han obtenido al mantener

controlada la mayor parte de la sociedad, demostrando que este enemigo

común es esencial e indispensable para mantener la estabilidad y el dominio

de la alianza de las instituciones Iglesia-Estado:

La invención del diablo y del infierno sobre la base de un modelo radicalmente original

no es solo un fenómeno religioso de gran importancia. Traduce el surgimiento

de un concepto unificador compartido por el papado y por los grandes reinos,

aun cuando esos poderes dan una vigorosa competencia para monopolizar los

beneficios en su provecho. El sistema de pensamiento, que elabora una imagen

triunfante de Satanás, señala un enorme impulso de vitalidad occidental

(Muchembled,2006: 20).

Así, la figura de Buziraco como representación del diablo está plenamente

consolidada en el imaginario popular de la época que recrea Espinosa en

Los cortejos del diablo y se yergue como un enemigo que puede desafiar el

poder de Dios, de la Iglesia como su representante y del Estado colonial español, 

legitimando de esta manera la persecución y el exterminio de todo lo

que esté relacionado con él. Ello explica la actitud paranoica del inquisidor

Mañozga y de la Inquisición en general frente a Buziraco y su culto, pues

prima ante todo la necesidad de mantener el establecimiento del régimen

colonial católico y español, el cual se ve desbordado con la amenaza que

representa la creencia en el demonio Buziraco en amplios sectores de la

población de origen mestizo y esclavo. Se genera así un fenómeno de 

demonización en que lo que se percibe como distinto y diferente a lo

permitido y legítimo —en este caso Buziraco y sus seguidores— es representado 

como algo malvado que debe ser eliminado para el bien común de la sociedad:

La demonización (que tomo del historiador Jaime Borja) es un proceso mediante el cual el otro

aparece como completamente diferente de uno y asociado con lo malo y aterrador. Esta clara distinción

 entre los extremos de la demonización es propia del romance novelesco (como lo define Northrop Frye). 

El proceso al que se asocia este proceso de polarización (del que se vale el romance) es la fundación 

de una sociedad como imposición de un grupo social sobre otro (Mejía Suárez, 2008: 103).

Es interesante ver cómo este proceso de demonización, que muestra de

qué manera lo otro, representado por Buziraco y sus adoradores, puede ser

visto como lo malvado que se debe exterminar, le sirve a Espinosa para cri

ticar el daño hecho por la Iglesia y la Inquisición a la sociedad colonial por

medio del contraste que se establece en la novela entre el inquisidor Mañozga

y los brujos adoradores de Buziraco. La bruja Rosaura García o el brujo

Luis Andrea se caracterizan no solamente por sus poderes mágicos, sino

también por la profunda relación que tienen con la sociedad de la ciudad.

Rosaura García tiene más de 100 años, puede ver el futuro y ha conocido

y tenido relaciones con personajes históricos de Cartagena, también protagonistas 

del libro, tales como el conquistador y fundador de la ciudad, el

español Pedro de Heredia. Con sus habilidades adivinatorias, ayuda a varios

protagonistas de la novela, como es el caso de la misteriosa aristócrata Catalina

 de Alcántara, demostrando con ello que la brujería y el satanismo son

prácticas reconocidas y aceptadas, a pesar de la censura y de la inquisición,

por el conjunto de la sociedad colonial cartagenera. Por otro lado, su discípulo,

el hechicero Luis Andrea, va más allá de la sola práctica de la brujería,

y encarna en el texto un claro desafío a los poderes españoles con sus

habilidades mágicas y sobrenaturales. Desde muy temprano se convierte 

en sacerdote y líder del culto a Buziraco e inicia una rebelión contra las 

autoridades coloniales que adquiere visos de lucha de la independencia por 

parte de los oprimidos, que termina con su quema en la hoguera y la persecución

y exterminio de sus seguidores a manos de Mañozga. Compárense estos brujos,

brujas y seguidores de Buziraco relacionados con el satanismo y la brujería con el 

malvado Mañozga y otros personajes del mundo eclesiástico, tales como el alcaide

de la Inquisición Fernández de Amaya, que terminan siendo, a pesar de su filiación 

cristiana, más malvados que los mismos adoradores de Buziraco. La crueldad y la

codicia de varios de estos sacerdotes ponen en tela de juicio la “bondad” de la

institución eclesiástica a lo largo del texto. El mismo Mañozga, en su representación

grotesca, decadente y malévola y en su obsesión por acabar con Buziraco y sus

seguidores termina siendo más malvado y demoníaco que aquellos que busca 

combatir, llegando incluso su figura a confundirse con la del mismo diablo: “Bolsas

fláccidas colgaban de su vientre y la espalda despellejada hacía pensar en la bubas

de los réprobos. El rostro transfigurado por la fiebre era el de un Mañozga 

endiablado que el recadero tomó por algún diablo enmañozgado”

(Espinosa, 2006: 20). Aquí se establece una curiosa inversión de los papeles en la

obra, pues Mañozga termina por adquirir características similares a las del diablo

en la Edad Media, haciendo Espinosa no solo un apunte irónico sobre la 

condición física del inquisidor, sino también demostrando hasta qué punto él 

mismo se había transformado en todo aquello que buscaba eliminar:

A su vez Mañozga es una ruina, pero su poder sobre la gente viene de su pose y su

mirada. El soltar pedos, tener erecciones, defecarse y rascarse las gracias no es otra

cosa que apelar al signo popular de los demonios con los cuales tiene que ver el

Satán medieval (Pan, los sátiros, Dionisos), pero en la medida que su imagen tiene

que ver más con el terror que con la risa, se convierte en la imagen maniquea que

necesita ser: ser tan malo y hasta más malo que aquellos a los que persigue (Mejía

Suárez, 2008: 107).

Mediante la figura grotesca y demoníaca de Mañozga y la crueldad y

codicia de varios sacerdotes, Espinosa hace dudar de las virtudes de la institución

eclesiástica durante el período histórico de la novela, sosteniendo que

la Iglesia durante la colonización no tuvo siempre las mejores intenciones.

Muestra cómo la corrupción, el apoyo a los poderosos y el sometimiento

de los más débiles, junto con la eliminación de cualquier doctrina distinta

a la oficial, fueron los principales instrumentos que utilizó para mantener y

aumentar sus dominios por encima de lo que predicaba; es un factor importante

de la opresión española que generaría siglos después los movimientos

de la independencia hispanoamericana, fruto de las contradicciones de un

régimen caduco y anacrónico que ya empezaba a dar signos de desgaste y

decadencia:

Con excepción de los brujos Rosaura García y Luis Andrea, todos los demás personajes

son españoles, lo que confirma la tesis de que la semilla de la independencia

americana estaba ya en las contradicciones propias del Imperio, con tanto peso

como las fuerzas extrañas aportadas por un mundo nuevo (Gónzalez de Mojica, 2008: 124).

Entre estas fuerzas extrañas se encuentra la figura del diablo representada

por el demonio mestizo Buziraco, quien, en el desarrollo de Los cortejos

del diablo, superaría su condición inicial de tipo fantástico y demoníaco para

transformarse en un símbolo del conflicto entre el poder español y el mestizaje

cultural e histórico en la colonia, que originaría posteriormente nuestra

independencia y la gestación de nuestro identidad como nación. También

Buziraco hace dudar de cuáles son los verdaderos alcances e implicaciones

del mal en la novela, ya que el inquisidor Mañozga llega a ser más diabólico,

malvado e inquietante que todos los relacionados con Buziraco y el mismo

Buziraco; al final de la novela, Mañozga ya senil y completamente desquiciado

termina siendo víctima de sus pesadillas y alucinaciones, viendo a las

brujas y hechiceros surcar por los cielos de Cartagena, y de esta manera es

castigado por los múltiples delitos y fechorías que ha cometido amparado

en la fe católica, demostrando que el verdadero mal no proviene necesariamente

del diablo, sino de las entrañas de la Iglesia y del decadente Estado

colonial español.

                                               La figura del diablo en Aitana

A diferencia de Los cortejos del diablo, Aitana transcurre a comienzos

del siglo XXI, en un momento histórico en que la figura del diablo no es percibida 

ni representada de la misma manera que en la Cartagena colonial del

siglo XVII. En esta última novela de Germán Espinosa, el imaginario cristiano

se ha visto seriamente disminuido por los avances de la ciencia, la técnica

y el racionalismo en el ámbito del pensamiento occidental que domina el

presente histórico del libro, en comparación con la presencia omnisciente de

la religión en Los cortejos del diablo, que explicaría la existencia del diablo

y de lo sobrenatural como algo cierto y necesario en el orden de la creación.

Para Espinoza, la modernidad ha incurrido en un grave error al olvidar, 

menospreciar o creer superados saberes y creencias que no pueden ser explicados

de manera racional, como la reencarnación, la astrología, la videncia, o corrientes 

herméticas tales como la cábala judía y el gnosticismo, por no hablar de la brujería 

y el satanismo. El autor cartagenero afirma en Aitana que esta actitud ha sido 

perjudicial para el desarrollo de la humanidad, pues se ha defenestrado aquello que

permite entender toda una serie de hechos y de factores que escapan a la lógica y

a la razón, y que entran en el terreno de lo sobrenatural y de lo inexplicable, un saber 

tan valioso como los fundamentos aportados por los dominios imperantes de la

técnica y de la ciencia. Estos últimos, si bien son igualmente apreciados por 

el autor, resultan insuficientes para explicar en su totalidad la complejidad 

del mundo tal como la elaboramos los seres humanos, especialmente 

la problemática del mal:

Vivo firmemente convencido, sin embargo, de que los avances de la tecnología no

deben hacernos arrumar ciertas sabidurías antiguas. He conocido hombres que

las desprecian en aras de los hallazgos más nuevos; otros que, en cambio, desdeñan

estos últimos para defender a rajatabla saberes más vetustos. Ante tales extremos,

opté siempre por andar a medio camino. Adoro y me maravillan los logros

tecnológicos, más no por ello arrojo al olvido mi herencia ancestral. Esta guarda

tesoros que ni la ciencia más audaz ni el materialismo más a la moda podrían ni con

mucho relegar (Espinosa, 2007: 115).

Aitana trata sobre un famoso poeta colombiano, muy parecido en su forma
 
de vida, costumbres y opiniones a Germán Espinoza, cuyo nombre no
 
se revela, que ve cómo mueren de manera trágica y misteriosa varios de
 
sus allegados más cercanos, y finalmente su esposa Aitana, a causa de la
 
maldición lanzada por el brujo negro y escritor Armando García, quien así
 
se venga de aquél por haberse negado a escribir un prólogo para un libro de
 
poemas que García quería publicar y a secundarlo en una intriga contra otro
 
autor, tal como avizora Aitana al narrador una vez los misteriosos acontecimientos
 
empiezan a desencadenarse: “Acaba de telefonear Armando García.
 
Me dijo inexplicablemente que el asunto comienza apenas. Que pronto estarás
 
de acuerdo en lo erróneo que fue cancelar su amistad” (Espinosa, 2007:
 
42). Esta serie de hechos, en apariencia de carácter sobrenatural e inexplicable,
 
terminan por afectar de manera negativa la vida del poeta narrador, y sus
 
terribles consecuencias señalan una presencia demoníaca y maligna, situada
 
más allá de lo racional y de lo lógico, de la cual los personajes de la novela
 
no pueden escapar por más que lo intenten.
 
 
La figura misteriosa del brujo negro y escritor Armando García y sus
 
poderes sobrenaturales demuestran que a pesar del flujo racionalista de la
 
modernidad, determinadas creencias como la magia negra y el satanismo se
 
niegan a desaparecer por completo y tienen, incluso, una notable influencia
 
en los protagonistas de Aitana. Así, el conocimiento del universo no debe
 
reducirse por completo a los postulados de la ciencia y de la técnica, pues
 
la lucha contra las presencias malignas se logra solamente a través del espíritu
 
y de la intuición, dejando de lado todo tipo de razonamiento lógico,
 
no habilitado para enfrentarse a ámbitos que le son por completo ajenos y
 
desconocidos:
 
Corresponde a una naturaleza diferente, pudiera decirse invisible, en la que el mal,
 
lo diabólico, se impone, paralela a una espiritualidad receptiva que presiente y vive
 
sus efectos con estupor. Se revela así una doble existencia: la que convoca fuerzas
 
oscuras y la de un universo en que la hondura espiritual converge para presentir
 
el misterio y lo desconocido estableciendo la presencia o existencia de mundos
 
paralelos (Giraldo, 2008: 70).
 
Esta angustia de no poder comprender lo demoníaco y lo sobrenatural
 
representado en el brujo negro Armando García, angustia agravada en la
 
novela por el hecho de que ocurre en un mundo en donde todo tiene una
 
explicación lógica y científica, demuestra la modificación que desde el siglo

XVII ha experimentado la figura del diablo en la tradición occidental. Robert

Muchembled, en su libro Historia del diablosiglos xii-xx, describe cómo

a partir de la Ilustración, de los consiguientes avances del conocimiento en

Occidente y del proceso de secularización del Estado y de la sociedad, la

representación del demonio sufrió un cambio notable en lo referente al concepto

que de él se elaboraba en el imaginario colectivo, en su alcance y repercusión.

De ser un elemento necesario para la conformación y explicación

del universo cristiano, que representa al adversario del poder divino y a la

encarnación del mal que debe ser combatido por todos los medios, pasa a

transformarse en un referente simbólico utilizado primordialmente por el

arte y la imaginación para representar distintos aspectos de la existencia, ya

sin el componente de creencia y de verdad que antes poseía:

La gran tradición se reduce así como piel de zapa, sin desaparecer jamás. Frente

a ella, adquiere importancia una definición más interiorizada del demonio, íntimamente

asociada con el hombre, el cual no es más que la faz oscura o la máscara

vacía. Esa definición autoriza todas las variaciones imaginables, motivos, emblemas,

mitos y símbolos que abarcan las pasiones individuales y los mitos colectivos

(Muchembled, 2006: 219).

Todo esto se puede ver en la manera cómo se desarrolla la figura del

diablo en Aitana a través del brujo negro Armando García: este pasa en el

inicio de la novela de ser un brujo negro, agente de los poderes diabólicos,

a transformarse a medida que transcurre la obra y se desatan toda clase de

desgracias, producto de su maldición sobre el poeta narrador, en la encarnación

del mismo diablo, y por lo tanto del mal que habita en el mundo. En diversos

mensajes y códigos cifrados que hace llegar por vía telefónica al poeta narrador 

y a su familia, García les hace entender que su poder se equipara al del mismo

demonio, imbatible e indestructible, generando con ello una atmósfera de terror

y de suspenso donde la incertidumbre con respecto a sus intenciones impide 

augurar un desenlace favorable para los afectados con su conjuro:

A no dudarlo, García quería hacernos entender que él mismo era el diablo o, lo

que es igual, advertirnos que no acertaríamos si conjeturásemos hallarnos frente a

un mero oficiante; debíamos tomar conciencia de vérnosla cara a cara con Luzbel:

el ángel rebelde, el lucífugo. En otras palabras que tampoco se trataba apenas de

un pactante o de un poseído, sino que él era morada, habitáculo del Bajísimo, que

acaso hubiera desplazado ya en su espíritu, o acaso compartiera con éste el calor de

su envoltura humana o terrestre (Espinosa, 2007: 275).

Al ser Armando García una encarnación del demonio, este no necesita

de la apariencia sobrenatural y fantástica del Buziraco de Los cortejos del

diablo para causar miedo y sorpresa. En Aitana, el demonio ya no se muestra

como una divinidad que está luchando contra el poder establecido —Buziraco

en Los cortejos de diablo—, sino que va más allá y a través de la figura

humana de García, con poderes sobrenaturales que puede usar a su antojo,

inicia una venganza de la que no es posible escapar. Además, el hecho de que

nunca sepamos cómo es García, quien vive en Cali mientras que la acción de

la obra transcurre íntegramente en Bogotá, y que la información que se tiene

de él lo presenta como un escritor de cierto reconocimiento e importancia

nacional, hace que se vuelva más siniestro, pues su presencia maléfica se

oculta detrás de una apariencia cotidiana y respetable, tal como ocurre con

el Mefistófeles del Fausto de Goethe y con buena parte de la representación

del diablo en la literatura de los siglos XIX y XX:

Mefistófeles anuncia, por tanto, una tercera metamorfosis del diablo, que en el siglo

xx se volverá completamente ‘laico’ (véanse los textos de Dostoievski, Papini

y Mann); ni terrorífico ni fascinante, infernal en su mediocridad y en su aparente

mezquindad pequeño burguesa, es ahora más peligroso y preocupante porque ya no

es inocentemente feo como lo pintan (Eco, 2007: 182).

De ser en un principio una figura grotesca y poco definida, de ocupar

el puesto de enemigo de Dios al que se debía combatir para evangelizar el

mundo y sostener la fe cristiana, ahora el diablo en el presente, tal como

ocurre en Aitana, se refugia en lo común y en lo cotidiano, para desde allí

seguir infundiendo temor y desconcierto a la humanidad. Si a esto se agregan

algunas reflexiones del autor sobre el mal que parece dominar el mundo

a través de la serie Apocalipsis, inspirada en la tragedia de las torres gemelas

y pintada por el pintor amigo del narrador, Seferino Martínez, la clara

descomposición social presente en la sociedad colombiana generada por los

conflictos producidos por el narcotráfico y por la guerrilla, y el olvido de los

“saberes ancestrales” por culpa del materialismo imperante que ha alienado

y alejado al ser humano de sus verdaderas raíces espirituales y lo conduce a

un abismo de desesperación y amargura, se verá entonces una legitimación

de los poderes del mal presentes en el mundo contemporáneo, encarnados en

la figura de Armando García:

Hace tiempos un sacerdote jesuita, a quien mi arrogancia de literato pretencioso

juzgó mojigato y tontaina, me advirtió que nada halaga más a Satanás como que

alguien descrea de su existencia, ya que en personas así su quehacer se simplifica

sobremanera. Más tarde en presencia de individuos engreídamente descreídos que

se precipitaban sin apenas darse cuenta en los abismos de la concupiscencia (dinero,

poder, placer) y luego del envilecimiento, tornaron a mi memoria las palabras

del clérigo y comprendí que la creencia inmemorial en el Bajísimo no conformaba

meramente un tropo retórico, una personificación simbólica del Mal, sino que derivaba

de una experiencia moral perdida en la brumas del pretérito. No en balde

todas las naciones intuyeron esa presencia incuestionable en el universo y acaso

en la infinita sucesión de universos que implica la Creación (Espinosa, 2007: 277).

En esta visión de la problemática del mal que expone el narrador para

justificar la presencia demoníaca de Armando García como parte de un esquema

universal en el cual lo sobrenatural y lo inexplicable son de vital importancia

para comprender el cosmos, el misterio y el suspenso se combinan

dentro de la estructura narrativa de la novela con una escritura de carácter

autobiográfico, que le permite sustentar sus premisas en sus experiencias

vividas. No se debe olvidar que el texto de Aitana surge a raíz del fallecimiento

de Aitana, la esposa del poeta narrador, acontecimiento que le sirve

de pretexto para hacerle un profundo y amoroso homenaje y para contar al

lector las consecuencias de la maldición de García: la muerte de ella y de

varios de sus amigos. Para acabar con García y su conjuro, debe recurrir al

brujo Isidro Patarroyo; este último acto representa para el poeta narrador

solo una liberación y desahogo efímeros frente al pesar y a la tristeza que

permanecen a raíz de los trágicos acontecimientos y de su incapacidad para

haberlos remediado a tiempo:

En ello pensaba una de las primeras mañanas de febrero, cuando al abrir el diario

matutino me sacudió la noticia: a tres columnas y exornado con una fotografía de

juventud, el titular anunciaba el deceso en Cali, “del conocido poeta don Armando

García, precursor en el país de la poesía urbana y uno de los talentos más finos de la

generación que rondaba los sesenta y cinco años”. Mi alivio lindó casi con el estallido

de alegría cuando corrí donde Fabián a darle cuenta de la novedad venturosa,

pero al rompe un abatimiento aflojó mi organismo al considerar que, si hubiese

adoptado la decisión de dejar hacer a Isidro Patarroyo cuando nos entrevistamos

por vez primera, quizás Aitana estuviera aún con nosotros (Espinosa, 2007: 401).

Al ser eliminado García, se restablece la normalidad en la vida del poeta narrador

a pesar del doloroso precio pagado, y queda el interrogante de qué es lo 

que ha movido a actuar a los poderes demoníacos en su contra. Esta

duda, que nunca se responde de manera satisfactoria en la novela, genera

también el dilema de hasta qué punto la figura del diablo, que sobrevive y

es verídica a pesar de los cambios culturales que se han operado en torno a

él, continúa ejerciendo una influencia sobre la mentalidad humana que no es

posible determinar bajo ninguno parámetro lógico o racional. Entonces solo

queda la escritura como una herramienta para tratar de descifrar este enigma

sin respuesta de la realidad que rodea al poeta narrador:

Esa estructura narrativa, en la que el relato gótico y lo policial se yuxtaponen a lo

biográfico por la vía de lo misterioso y de lo ominoso, desentraña el mundo creado,

el carácter y los alcances del mal y de lo diabólico y de la función del narrador.

Vividas al máximo muchas de las amenazas, queda para la liberación y la catarsis

la escritura: contar la historia y la condena hasta llegar a la realidad última que

ofrece la obra creada, la de la afirmación y el reconocimiento del ser expuesto a

una existencia misteriosa e indescifrable por la vía de la razón (Giraldo, 2008: 73).

                                               Conclusiones

En conclusión, la figura del diablo en Los cortejos de diablo y en Aitana

sirve como respaldo para el tema de lo fantástico y de lo sobrenatural

en la obra de Germán Espinosa y a su premisa que afirma la existencia de

elementos que escapan por completo a la lógica y a la racionalidad que se

han impuesto en Occidente. Muestran también las distintas modificaciones

y adaptaciones que esta ha tenido a lo largo de la historia hasta llegar al día

de hoy, cuando, a pesar de la modernidad, todavía encarna para numerosas

personas los aspectos más oscuros y malvados de la existencia humana. Sin

embargo, hay notables diferencias en el tratamiento a esta figura en las dos

novelas: si, por un lado, la figura del diablo representada por el culto a Buziraco

es vista en Los cortejos del diablo como una contraparte importante en

la lucha de poderes en la Cartagena colonial del siglo xvii y como una clara

crítica no solo al dominio de la Iglesia católica y de la Inquisición sobre la

población, sino también a su intento por acabar con toda clase de creencias

contrarias a las establecidas a fin de mantener su control, ignorando diversas

expresiones culturales y de pensamiento, por otro lado, en Aitana, el diablo

y la brujería, encarnados en la figura enigmática del brujo Armando García

y de sus maleficios, nos alerta del peligro que depara a la humanidad el dejar

de creer en saberes ancestrales, como la magia negra y el satanismo, entre

otros, los cuales juntos forman parte de creencias que se niegan a desaparecer

en el ámbito contemporáneo y que persisten en el imaginario colectivo,

hasta el punto de influir de manera determinante, e incluso negativa.

Igualmente, es muy distinto el planteamiento del tema del mal con referencia

al diablo en las dos obras: en Los cortejos del diablo, la figura demoníaca

de Buziraco, a pesar de su connotación maligna, no es tan maléfica y

destructiva como el personaje del inquisidor Mañozga, y todo aquello que

este representa, lo que permite a Espinosa poner en tela de juicio a lo largo

del texto la manera cómo se establece, se juzga y se condena lo que es considerado

diabólico y malévolo en una sociedad y tiempo determinados. En

cambio, en Aitana no se discute si el mal puede o no presentarse de una u

otra forma, lo cual depende del momento histórico y de la manera en que se

conciba. La conclusión que saca Espinosa en su última novela conduce a que

el mal puede actuar bien, sea por medio de los conjuros sobrenaturales del

brujo Armando García, que terminan afectando de manera irremediable la

existencia del poeta narrador, o por los problemas que aquejan a la sociedad

colombiana, sin que exista al parecer algún tipo de solución que permita

remediarlos.

Por último, Espinosa no crea un sistema de pensamiento con respecto a

la brujería, al satanismo y a otras corrientes que permita explicar en su totalidad

una concepción sobrenatural del universo ni tampoco explica el porqué

de la problemática del mal a lo largo de la historia del género humano. Le

interesa en Los cortejos del diablo darle una base ideológica y mítica a una

cultura mestiza que está naciendo y desarrollándose de manera subterránea

en el ámbito colonial, la cual representa una amenaza al orden establecido

por medio del culto al diablo y de lo mágico, encarnados en el demonio

Buziraco; y en Aitana, que el diablo, caracterizado por el brujo negro Armando

García, sustente su particular concepción de lo sobrenatural y de lo

demoníaco como soporte de una escritura de tipo autobiográfico destinada a

exponer su pensamiento y su crítica a un mundo en el cual lo mágico y lo sobrenatural

ya no tienen valor de ninguna clase, al mismo tiempo que realiza

un homenaje a su esposa recién fallecida y expresa su preocupación por el

influjo del mal y de lo diabólico en la sociedad contemporánea colombiana.

Por todo esto, cabe destacar de manera innegable su importante y variada

contribución a la literatura colombiana con respecto a esta figura tan poco

explorada en nuestra narrativa nacional: el diablo.

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