La figura del diablo como motivo recurrente
en dos novelas de Germán Espinosa
Los cortejos del diablo y Aitana
Por : Marco Antonio Fonseca Gómez
Universidad Sorbonne-Nouvelle, París 3, Francia.
Este artículo se enmarca en la línea de investigación:
“De la razón a lo irracional en la literatura”
Resumen: en este artículo se analizará el papel que cumple la figura del
diablo en dos novelas del escritor colombiano Germán Espinosa (Cartagena,
1938-Bogotá, 2007), Los cortejos del diablo y Aitana, donde el autor se
sirve de esta figura para sustentar dos temas que fueron fundamentales a
lo largo de su carrera: el conflicto entre distintos elementos culturales en
la Colombia colonial y el problema del mal en la sociedad colombiana
contemporánea. Se aborda, además, la evolución que esta figura mítica ha
tenido en la historia occidental.
Introducción
Este ensayo pretende analizar una figura mítica que cumplió un papel
fundamental en la obra del escritor colombiano Germán Espinosa (Cartagena,
1938-Bogotá, 2007), el diablo, que no ha sido abordada por los estudiosos
de este autor en forma completa y detallada. El interés de Espinosa por
este personaje mítico se debió a su predilección por lo fantástico y a su
tendencia a la novela histórica y de corte erudito, a la par que combina
numerosas disciplinas del conocimiento con una visión particular de lo humano
y de la historia. El autor se sirve de todos estos elementos y estrategias para
elaborar una narrativa única en el panorama literario colombiano del siglo xx:
“En él la literatura antes que un ejercicio de divertimento es una forma
de conocimiento que deja ver las repercusiones o la presencia del pasado en
el presente y las incógnitas del ser” (Giraldo, 2006: 124).
Aunque la figura del diablo recorre varias novelas, cuentos, poemas y ensayos
del autor, hemos preferido enfocarnos en dos obras en las cuales este
motivo se encuentra plenamente trabajado y en el hecho de que representan
el inicio y el final de su carrera literaria. La primera es Los cortejos del
diablo (1970), en la que desde la ficción histórica se hace una descripción
tanto del mundo de la Inquisición y de la brujería en la Cartagena de Indias
del siglo XVII como de los múltiples conflictos que se agitan en la sociedad
colonial. En ella la figura del diablo constituye un factor de suma importancia
que va más allá de lo fantástico. La segunda es Aitana (2007), su última
novela, publicada poco antes de su muerte, escrita como homenaje a su
esposa recientemente fallecida, la pintora Josefina Torres, donde Espinosa se
sumerge en una despedida de tintes autobiográficos reafirmando sus creencias
y puntos de vista más íntimos y profundos sobre la vida, entre los cuales
se destaca la presencia de poderes o fuerzas ocultas de tipo sobrenatural que
dominan e interfieren con la existencia de los seres humanos.
Para el análisis de la figura del diablo en estas dos novelas partiremos
de dos premisas: en primer lugar, Espinosa utiliza al diablo para elaborar su
particular poética de la realidad, en la cual propone una visión del universo
contraria a la producida por las tendencias materialistas y científicas que
han dominado la mayor parte del pensamiento contemporáneo, con toda una
serie de sucesos que escapan a la razón y a la lógica, es decir, sumergiéndose
en el terreno de lo sobrenatural y de lo inexplicable. En esta perspectiva,
el elemento sobrenatural y fantástico representado por el diablo permite no
solo ilustrar una concepción propia del mundo por parte del autor, sino que
también sirve de base al desarrollo de temas como el conflicto entre el
mestizaje y el poder colonial en Los cortejos del diablo, o la presencia del mal
en el ámbito contemporáneo en Aitana. En segundo lugar, las dos obras
muestran la clara evolución de la figura y de la representación del diablo a lo
largo de la historia occidental; sus numerosos cambios y modificaciones
ocurridos hasta el presente. Empezaremos, pues, analizando la figura del
diablo en Los cortejos del diablo; luego proseguiremos igualmente con Aitana y,
por último, concluiremos con un breve contraste de las dos novelas con
respecto al tratamiento de la figura del diablo.
La figura del diablo en Los cortejos del diablo
Aparece en la Cartagena del siglo XVII un poder
sobrenatural, contrario a la divinidad cristiana, el cual está en conflicto
con el establecimiento dominante de la época colonial, representado por la
Iglesia y su brazo armado, la Inquisición, capaz de realizar a través de sus
adoradores y por su presencia toda clase de prodigios sobrenaturales que
pueden alterar el curso de la naturaleza. Esta entidad demoníaca se llama
Buziraco y representa a la figura del diablo a lo largo de la novela. Buziraco
combina en sí elementos de tradición africana y europea; es en sus orígenes
una deidad acuática adorada por los esclavos, la cual, con el paso del tiempo,
adquiere las características del diablo occidental: “Pues Buziraco era un
negro de agua un dios de agua y sus hierofantes orugas que dormían el día
en los palos de bálsamo y en la noche abandonaban la crisálida y remontaban el
vuelo como mariposas negras y felpudas” (Espinosa, 2006: 182). La adoración
a Buziraco muestra cómo debajo del manto de cristianismo que domina
el ambiente de la época, se esconden profundas creencias que alimentan el
culto a divinidades distintas del Dios cristiano perseguidas de manera
despiadada por la Inquisición, pues la Iglesia católica está dispuesta a acabar
con cualquier creencia o doctrina distinta. Espinosa hace con esto un rico
recuento de una cultura mestiza que se resiste a caer en la dominación tiránica
de la Iglesia y del poder colonial, y encuentra en el culto demoníaco e
idólatra de Buziraco una vía para afirmar de manera propia y contundente
su identidad cultural:
En algunas obras de Germán Espinosa, subrepticia o evidentemente aparece la cultura
de negros y cimarrones con la superstición, la hechicería y la magia, la sensualidad,
la condición de siervo, etc., que en Los cortejos de diablo y de La tejedora de
coronas une los conceptos que la cultura cristiana ha impuesto como demoníacos,
viéndose en los rituales y ceremonias, en las angustias de Juan de Mañozga y en
Rosaura, y en todo aquello perseguido por la Inquisición (Giraldo, 2006: 92).
Esta lucha contra Buziraco y todo lo que representa, encabezada por la
Inquisición, encarna en el personaje del inquisidor Juan de Mañozga uno
de los más importantes de la novela: Mañozga es una figura grotesca, que
aunque se encuentra en avanzado estado de vejez y decadencia, es temido y
despreciado incluso por los mismos miembros de la institución eclesiástica.
Obsesionado con el diablo y con todo lo que lo representa, el inquisidor está
dispuesto a acabar con el culto a Buziraco a como dé lugar. En las visiones
alucinadas de Mañozga, a las cuales accede el lector gracias al uso del
monólogo interior que el narrador inserta a lo largo del texto y que permite
conocer de primera mano las impresiones de los protagonistas, se revela la
imagen de Buziraco ante los ojos demenciales del inquisidor:
Buziraco, daímon, demonche demonolátrico, cuán real abatiste tu poder sobre
la flamante construcción. Rayos y centellas, lluvias y vendavales fustigaron
sin piedad el convento. Al abrirse en surcos por el firmamento, la luz de los relámpagos
dibujaba tu carátula de cuernos esquinados, nudosos y vueltos hacia
atrás. Un hedor de azufre cargaba el aire y tu carcajada retumbaba con la risa
bronca del trueno (Espinosa, 2006: 142).
Parecieran ser únicamente alucinaciones o visiones de Buziraco lo que
contempla Mañozga, pero también podrían verse como apariciones, y es
que la aparición de Buziraco ante Mañozga se yergue como claro desafío de
la entidad demoníaca contra la Inquisición y el poder establecidos: a pesar
de la persecución del culto de Buziraco y de la aniquilación de sus seguidores,
el Diablo se mantiene en pie e intacto, cometiendo toda clase de fechorías
contra la Iglesia, tales como tomar posesión del cuerpo de una mujer
virgen durante la misa, tratar de profanar el santuario encarnado en varios
animales (gatos, machos cabríos), y además intenta seducir a los monjes
para que caigan en pecado y violen su voto de celibato: “En veces sucesivas
te incorporaste en todo género de animales desde gatos negros hasta aves
churrumbas y cabrones barbudos pero fuiste reconocido” (Espinosa, 2006:
144). Incluso se afirma que Buziraco es prácticamente imbatible a pesar de
la destrucción de su secta, pues su culto continúa proliferando, y su poder
es tal que causa la sequía en la región, sin que nadie pueda hacer nada para
detenerlo, demostrando que su venganza es inexorable e irreversible: “Al
quemarlos vivos Mañozga acicateó esta proliferación increíble de brujos y
condenó a perpetua sequía la región” (Espinosa, 2006: 185).
Todas estas tretas y visiones que Buziraco utiliza para la irritación e
impotencia de Mañozga muestran de manera rica y amplia la construcción
histórica y cultural, incluso contestataria, que se ha elaborado de la figura
del diablo desde sus inicios, los cuales se remontan precisamente a la
toma del poder y a la legitimación del cristianismo como religión oficial
del estado en Occidente, afirmando la primacía de Dios y de la Iglesia
como fuentes del bien y del orden en el universo. Así, Buziraco y su culto
implican un enfrentamiento soterrado, una resistencia a la doctrina oficial
de la Iglesia invasora, la teología, que postuló la existencia de una potencia
maligna y contraria a los designios divinos, el diablo, dedicada a quebrantar
y apoderarse de los dominios de la divinidad, explicando así el problema del
mal en la creación. El demonio trataría reiteradamente de usurpar el poder
divino, y se establece un conflicto entre ambas partes —el bien y el mal—,
que solo se resolvería al final de los tiempos con la llegada del Salvador y la
instauración definitiva del Reino de Dios, con la consecuente aniquilación
del diablo y su influjo sobre la Tierra:
Recientemente, un autor ha estimado que el éxito del cristianismo en este dominio
ha consistido en tomar prestado uno de los modelos narrativos más importantes del
Oriente Medio: el mito cósmico del combate primordial entre los dioses donde la
condición humana está en juego. Según él, esta versión se puede resumir de esta
manera: un dios rebelde con el poder de Yahvé, hace de la Tierra una extensión de
su imperio para poder reinar en él mediante el poder del pecado y de la muerte.
El “dios de este mundo”, como lo nombra san Pablo, es combatido por el hijo
del creador, Cristo, durante el episodio más misterioso de la historia cristiana,
la Crucifixión, que combina a la vez derrota y la victoria. La función de Cristo
en el transcurso de esta lucha que solo concluirá con el fin de los tiempos es la
de ser el liberador potencial de la humanidad frente a Satanás, su adversario por
excelencia (Muchembled, 2006: 21).
Debido a esto, el diablo, una figura originalmente grotesca que se nutre
de múltiples fuentes de carácter folclórico y local, discutida exclusivamente
por los teólogos y poco entendida por la gente a comienzos del cristianismo,
pasa a ser a finales de la Edad Media e inicios de la modernidad un instrumento
compartido por la Iglesia y el Estado para el control y el dominio de
la población, al representar el mal y lo contrario a los preceptos divinos.
Creer y adorar al diablo no solo representaba un desafío contra la Iglesia,
sino también contra el mismo Estado, pues se atentaba contra la jerarquía
social y el orden universal establecido por Dios desde el principio de los
tiempos. Aquello legitimó a la Inquisición como un medio de represión que
benefició tanto a la Iglesia como al Estado, por medio del miedo, el terror
y el castigo. Contra esto se levantan la figura y el culto a Buziraco en Los
cortejos del diablo: al amenazar a la Iglesia con su desafío demoníaco y
herético, contribuyen a socavar también los cimientos del estado colonial y,
por consiguiente, los beneficios que Estado e Iglesia han obtenido al mantener
controlada la mayor parte de la sociedad, demostrando que este enemigo
común es esencial e indispensable para mantener la estabilidad y el dominio
de la alianza de las instituciones Iglesia-Estado:
La invención del diablo y del infierno sobre la base de un modelo radicalmente original
no es solo un fenómeno religioso de gran importancia. Traduce el surgimiento
de un concepto unificador compartido por el papado y por los grandes reinos,
aun cuando esos poderes dan una vigorosa competencia para monopolizar los
beneficios en su provecho. El sistema de pensamiento, que elabora una imagen
triunfante de Satanás, señala un enorme impulso de vitalidad occidental
(Muchembled,2006: 20).
Así, la figura de Buziraco como representación del diablo está plenamente
consolidada en el imaginario popular de la época que recrea Espinosa en
Los cortejos del diablo y se yergue como un enemigo que puede desafiar el
poder de Dios, de la Iglesia como su representante y del Estado colonial español,
legitimando de esta manera la persecución y el exterminio de todo lo
que esté relacionado con él. Ello explica la actitud paranoica del inquisidor
Mañozga y de la Inquisición en general frente a Buziraco y su culto, pues
prima ante todo la necesidad de mantener el establecimiento del régimen
colonial católico y español, el cual se ve desbordado con la amenaza que
representa la creencia en el demonio Buziraco en amplios sectores de la
población de origen mestizo y esclavo. Se genera así un fenómeno de
demonización en que lo que se percibe como distinto y diferente a lo
permitido y legítimo —en este caso Buziraco y sus seguidores— es representado
como algo malvado que debe ser eliminado para el bien común de la sociedad:
La demonización (que tomo del historiador Jaime Borja) es un proceso mediante el cual el otro
aparece como completamente diferente de uno y asociado con lo malo y aterrador. Esta clara distinción
entre los extremos de la demonización es propia del romance novelesco (como lo define Northrop Frye).
El proceso al que se asocia este proceso de polarización (del que se vale el romance) es la fundación
de una sociedad como imposición de un grupo social sobre otro (Mejía Suárez, 2008: 103).
Es interesante ver cómo este proceso de demonización, que muestra de
qué manera lo otro, representado por Buziraco y sus adoradores, puede ser
visto como lo malvado que se debe exterminar, le sirve a Espinosa para cri
ticar el daño hecho por la Iglesia y la Inquisición a la sociedad colonial por
medio del contraste que se establece en la novela entre el inquisidor Mañozga
y los brujos adoradores de Buziraco. La bruja Rosaura García o el brujo
Luis Andrea se caracterizan no solamente por sus poderes mágicos, sino
también por la profunda relación que tienen con la sociedad de la ciudad.
Rosaura García tiene más de 100 años, puede ver el futuro y ha conocido
y tenido relaciones con personajes históricos de Cartagena, también protagonistas
del libro, tales como el conquistador y fundador de la ciudad, el
español Pedro de Heredia. Con sus habilidades adivinatorias, ayuda a varios
protagonistas de la novela, como es el caso de la misteriosa aristócrata Catalina
de Alcántara, demostrando con ello que la brujería y el satanismo son
prácticas reconocidas y aceptadas, a pesar de la censura y de la inquisición,
por el conjunto de la sociedad colonial cartagenera. Por otro lado, su discípulo,
el hechicero Luis Andrea, va más allá de la sola práctica de la brujería,
y encarna en el texto un claro desafío a los poderes españoles con sus
habilidades mágicas y sobrenaturales. Desde muy temprano se convierte
en sacerdote y líder del culto a Buziraco e inicia una rebelión contra las
autoridades coloniales que adquiere visos de lucha de la independencia por
parte de los oprimidos, que termina con su quema en la hoguera y la persecución
y exterminio de sus seguidores a manos de Mañozga. Compárense estos brujos,
brujas y seguidores de Buziraco relacionados con el satanismo y la brujería con el
malvado Mañozga y otros personajes del mundo eclesiástico, tales como el alcaide
de la Inquisición Fernández de Amaya, que terminan siendo, a pesar de su filiación
cristiana, más malvados que los mismos adoradores de Buziraco. La crueldad y la
codicia de varios de estos sacerdotes ponen en tela de juicio la “bondad” de la
institución eclesiástica a lo largo del texto. El mismo Mañozga, en su representación
grotesca, decadente y malévola y en su obsesión por acabar con Buziraco y sus
seguidores termina siendo más malvado y demoníaco que aquellos que busca
combatir, llegando incluso su figura a confundirse con la del mismo diablo: “Bolsas
fláccidas colgaban de su vientre y la espalda despellejada hacía pensar en la bubas
de los réprobos. El rostro transfigurado por la fiebre era el de un Mañozga
endiablado que el recadero tomó por algún diablo enmañozgado”
(Espinosa, 2006: 20). Aquí se establece una curiosa inversión de los papeles en la
obra, pues Mañozga termina por adquirir características similares a las del diablo
en la Edad Media, haciendo Espinosa no solo un apunte irónico sobre la
condición física del inquisidor, sino también demostrando hasta qué punto él
mismo se había transformado en todo aquello que buscaba eliminar:
A su vez Mañozga es una ruina, pero su poder sobre la gente viene de su pose y su
mirada. El soltar pedos, tener erecciones, defecarse y rascarse las gracias no es otra
cosa que apelar al signo popular de los demonios con los cuales tiene que ver el
Satán medieval (Pan, los sátiros, Dionisos), pero en la medida que su imagen tiene
que ver más con el terror que con la risa, se convierte en la imagen maniquea que
necesita ser: ser tan malo y hasta más malo que aquellos a los que persigue (Mejía
Suárez, 2008: 107).
Mediante la figura grotesca y demoníaca de Mañozga y la crueldad y
codicia de varios sacerdotes, Espinosa hace dudar de las virtudes de la institución
eclesiástica durante el período histórico de la novela, sosteniendo que
la Iglesia durante la colonización no tuvo siempre las mejores intenciones.
Muestra cómo la corrupción, el apoyo a los poderosos y el sometimiento
de los más débiles, junto con la eliminación de cualquier doctrina distinta
a la oficial, fueron los principales instrumentos que utilizó para mantener y
aumentar sus dominios por encima de lo que predicaba; es un factor importante
de la opresión española que generaría siglos después los movimientos
de la independencia hispanoamericana, fruto de las contradicciones de un
régimen caduco y anacrónico que ya empezaba a dar signos de desgaste y
decadencia:
Con excepción de los brujos Rosaura García y Luis Andrea, todos los demás personajes
son españoles, lo que confirma la tesis de que la semilla de la independencia
americana estaba ya en las contradicciones propias del Imperio, con tanto peso
como las fuerzas extrañas aportadas por un mundo nuevo (Gónzalez de Mojica, 2008: 124).
Entre estas fuerzas extrañas se encuentra la figura del diablo representada
por el demonio mestizo Buziraco, quien, en el desarrollo de Los cortejos
del diablo, superaría su condición inicial de tipo fantástico y demoníaco para
transformarse en un símbolo del conflicto entre el poder español y el mestizaje
cultural e histórico en la colonia, que originaría posteriormente nuestra
independencia y la gestación de nuestro identidad como nación. También
Buziraco hace dudar de cuáles son los verdaderos alcances e implicaciones
del mal en la novela, ya que el inquisidor Mañozga llega a ser más diabólico,
malvado e inquietante que todos los relacionados con Buziraco y el mismo
Buziraco; al final de la novela, Mañozga ya senil y completamente desquiciado
termina siendo víctima de sus pesadillas y alucinaciones, viendo a las
brujas y hechiceros surcar por los cielos de Cartagena, y de esta manera es
castigado por los múltiples delitos y fechorías que ha cometido amparado
en la fe católica, demostrando que el verdadero mal no proviene necesariamente
del diablo, sino de las entrañas de la Iglesia y del decadente Estado
colonial español.
La figura del diablo en Aitana
A diferencia de Los cortejos del diablo, Aitana transcurre a comienzos
del siglo XXI, en un momento histórico en que la figura del diablo no es percibida
ni representada de la misma manera que en la Cartagena colonial del
siglo XVII. En esta última novela de Germán Espinosa, el imaginario cristiano
se ha visto seriamente disminuido por los avances de la ciencia, la técnica
y el racionalismo en el ámbito del pensamiento occidental que domina el
presente histórico del libro, en comparación con la presencia omnisciente de
la religión en Los cortejos del diablo, que explicaría la existencia del diablo
y de lo sobrenatural como algo cierto y necesario en el orden de la creación.
Para Espinoza, la modernidad ha incurrido en un grave error al olvidar,
menospreciar o creer superados saberes y creencias que no pueden ser explicados
de manera racional, como la reencarnación, la astrología, la videncia, o corrientes
herméticas tales como la cábala judía y el gnosticismo, por no hablar de la brujería
y el satanismo. El autor cartagenero afirma en Aitana que esta actitud ha sido
perjudicial para el desarrollo de la humanidad, pues se ha defenestrado aquello que
permite entender toda una serie de hechos y de factores que escapan a la lógica y
a la razón, y que entran en el terreno de lo sobrenatural y de lo inexplicable, un saber
tan valioso como los fundamentos aportados por los dominios imperantes de la
técnica y de la ciencia. Estos últimos, si bien son igualmente apreciados por
el autor, resultan insuficientes para explicar en su totalidad la complejidad
del mundo tal como la elaboramos los seres humanos, especialmente
la problemática del mal:
Vivo firmemente convencido, sin embargo, de que los avances de la tecnología no
deben hacernos arrumar ciertas sabidurías antiguas. He conocido hombres que
las desprecian en aras de los hallazgos más nuevos; otros que, en cambio, desdeñan
estos últimos para defender a rajatabla saberes más vetustos. Ante tales extremos,
opté siempre por andar a medio camino. Adoro y me maravillan los logros
tecnológicos, más no por ello arrojo al olvido mi herencia ancestral. Esta guarda
tesoros que ni la ciencia más audaz ni el materialismo más a la moda podrían ni con
mucho relegar (Espinosa, 2007: 115).
XVII ha experimentado la figura del diablo en la tradición occidental. Robert
Muchembled, en su libro Historia del diablo, siglos xii-xx, describe cómo
a partir de la Ilustración, de los consiguientes avances del conocimiento en
Occidente y del proceso de secularización del Estado y de la sociedad, la
representación del demonio sufrió un cambio notable en lo referente al concepto
que de él se elaboraba en el imaginario colectivo, en su alcance y repercusión.
De ser un elemento necesario para la conformación y explicación
del universo cristiano, que representa al adversario del poder divino y a la
encarnación del mal que debe ser combatido por todos los medios, pasa a
transformarse en un referente simbólico utilizado primordialmente por el
arte y la imaginación para representar distintos aspectos de la existencia, ya
sin el componente de creencia y de verdad que antes poseía:
La gran tradición se reduce así como piel de zapa, sin desaparecer jamás. Frente
a ella, adquiere importancia una definición más interiorizada del demonio, íntimamente
asociada con el hombre, el cual no es más que la faz oscura o la máscara
vacía. Esa definición autoriza todas las variaciones imaginables, motivos, emblemas,
mitos y símbolos que abarcan las pasiones individuales y los mitos colectivos
(Muchembled, 2006: 219).
Todo esto se puede ver en la manera cómo se desarrolla la figura del
diablo en Aitana a través del brujo negro Armando García: este pasa en el
inicio de la novela de ser un brujo negro, agente de los poderes diabólicos,
a transformarse a medida que transcurre la obra y se desatan toda clase de
desgracias, producto de su maldición sobre el poeta narrador, en la encarnación
del mismo diablo, y por lo tanto del mal que habita en el mundo. En diversos
mensajes y códigos cifrados que hace llegar por vía telefónica al poeta narrador
y a su familia, García les hace entender que su poder se equipara al del mismo
demonio, imbatible e indestructible, generando con ello una atmósfera de terror
y de suspenso donde la incertidumbre con respecto a sus intenciones impide
augurar un desenlace favorable para los afectados con su conjuro:
A no dudarlo, García quería hacernos entender que él mismo era el diablo o, lo
que es igual, advertirnos que no acertaríamos si conjeturásemos hallarnos frente a
un mero oficiante; debíamos tomar conciencia de vérnosla cara a cara con Luzbel:
el ángel rebelde, el lucífugo. En otras palabras que tampoco se trataba apenas de
un pactante o de un poseído, sino que él era morada, habitáculo del Bajísimo, que
acaso hubiera desplazado ya en su espíritu, o acaso compartiera con éste el calor de
su envoltura humana o terrestre (Espinosa, 2007: 275).
Al ser Armando García una encarnación del demonio, este no necesita
de la apariencia sobrenatural y fantástica del Buziraco de Los cortejos del
diablo para causar miedo y sorpresa. En Aitana, el demonio ya no se muestra
como una divinidad que está luchando contra el poder establecido —Buziraco
en Los cortejos de diablo—, sino que va más allá y a través de la figura
humana de García, con poderes sobrenaturales que puede usar a su antojo,
inicia una venganza de la que no es posible escapar. Además, el hecho de que
nunca sepamos cómo es García, quien vive en Cali mientras que la acción de
la obra transcurre íntegramente en Bogotá, y que la información que se tiene
de él lo presenta como un escritor de cierto reconocimiento e importancia
nacional, hace que se vuelva más siniestro, pues su presencia maléfica se
oculta detrás de una apariencia cotidiana y respetable, tal como ocurre con
el Mefistófeles del Fausto de Goethe y con buena parte de la representación
del diablo en la literatura de los siglos XIX y XX:
Mefistófeles anuncia, por tanto, una tercera metamorfosis del diablo, que en el siglo
xx se volverá completamente ‘laico’ (véanse los textos de Dostoievski, Papini
y Mann); ni terrorífico ni fascinante, infernal en su mediocridad y en su aparente
mezquindad pequeño burguesa, es ahora más peligroso y preocupante porque ya no
es inocentemente feo como lo pintan (Eco, 2007: 182).
De ser en un principio una figura grotesca y poco definida, de ocupar
el puesto de enemigo de Dios al que se debía combatir para evangelizar el
mundo y sostener la fe cristiana, ahora el diablo en el presente, tal como
ocurre en Aitana, se refugia en lo común y en lo cotidiano, para desde allí
seguir infundiendo temor y desconcierto a la humanidad. Si a esto se agregan
algunas reflexiones del autor sobre el mal que parece dominar el mundo
a través de la serie Apocalipsis, inspirada en la tragedia de las torres gemelas
y pintada por el pintor amigo del narrador, Seferino Martínez, la clara
descomposición social presente en la sociedad colombiana generada por los
conflictos producidos por el narcotráfico y por la guerrilla, y el olvido de los
“saberes ancestrales” por culpa del materialismo imperante que ha alienado
y alejado al ser humano de sus verdaderas raíces espirituales y lo conduce a
un abismo de desesperación y amargura, se verá entonces una legitimación
de los poderes del mal presentes en el mundo contemporáneo, encarnados en
la figura de Armando García:
Hace tiempos un sacerdote jesuita, a quien mi arrogancia de literato pretencioso
juzgó mojigato y tontaina, me advirtió que nada halaga más a Satanás como que
alguien descrea de su existencia, ya que en personas así su quehacer se simplifica
sobremanera. Más tarde en presencia de individuos engreídamente descreídos que
se precipitaban sin apenas darse cuenta en los abismos de la concupiscencia (dinero,
poder, placer) y luego del envilecimiento, tornaron a mi memoria las palabras
del clérigo y comprendí que la creencia inmemorial en el Bajísimo no conformaba
meramente un tropo retórico, una personificación simbólica del Mal, sino que derivaba
de una experiencia moral perdida en la brumas del pretérito. No en balde
todas las naciones intuyeron esa presencia incuestionable en el universo y acaso
en la infinita sucesión de universos que implica la Creación (Espinosa, 2007: 277).
En esta visión de la problemática del mal que expone el narrador para
justificar la presencia demoníaca de Armando García como parte de un esquema
universal en el cual lo sobrenatural y lo inexplicable son de vital importancia
para comprender el cosmos, el misterio y el suspenso se combinan
dentro de la estructura narrativa de la novela con una escritura de carácter
autobiográfico, que le permite sustentar sus premisas en sus experiencias
vividas. No se debe olvidar que el texto de Aitana surge a raíz del fallecimiento
de Aitana, la esposa del poeta narrador, acontecimiento que le sirve
de pretexto para hacerle un profundo y amoroso homenaje y para contar al
lector las consecuencias de la maldición de García: la muerte de ella y de
varios de sus amigos. Para acabar con García y su conjuro, debe recurrir al
brujo Isidro Patarroyo; este último acto representa para el poeta narrador
solo una liberación y desahogo efímeros frente al pesar y a la tristeza que
permanecen a raíz de los trágicos acontecimientos y de su incapacidad para
haberlos remediado a tiempo:
En ello pensaba una de las primeras mañanas de febrero, cuando al abrir el diario
matutino me sacudió la noticia: a tres columnas y exornado con una fotografía de
juventud, el titular anunciaba el deceso en Cali, “del conocido poeta don Armando
García, precursor en el país de la poesía urbana y uno de los talentos más finos de la
generación que rondaba los sesenta y cinco años”. Mi alivio lindó casi con el estallido
de alegría cuando corrí donde Fabián a darle cuenta de la novedad venturosa,
pero al rompe un abatimiento aflojó mi organismo al considerar que, si hubiese
adoptado la decisión de dejar hacer a Isidro Patarroyo cuando nos entrevistamos
por vez primera, quizás Aitana estuviera aún con nosotros (Espinosa, 2007: 401).
Al ser eliminado García, se restablece la normalidad en la vida del poeta narrador
a pesar del doloroso precio pagado, y queda el interrogante de qué es lo
que ha movido a actuar a los poderes demoníacos en su contra. Esta
duda, que nunca se responde de manera satisfactoria en la novela, genera
también el dilema de hasta qué punto la figura del diablo, que sobrevive y
es verídica a pesar de los cambios culturales que se han operado en torno a
él, continúa ejerciendo una influencia sobre la mentalidad humana que no es
posible determinar bajo ninguno parámetro lógico o racional. Entonces solo
queda la escritura como una herramienta para tratar de descifrar este enigma
sin respuesta de la realidad que rodea al poeta narrador:
Esa estructura narrativa, en la que el relato gótico y lo policial se yuxtaponen a lo
biográfico por la vía de lo misterioso y de lo ominoso, desentraña el mundo creado,
el carácter y los alcances del mal y de lo diabólico y de la función del narrador.
Vividas al máximo muchas de las amenazas, queda para la liberación y la catarsis
la escritura: contar la historia y la condena hasta llegar a la realidad última que
ofrece la obra creada, la de la afirmación y el reconocimiento del ser expuesto a
una existencia misteriosa e indescifrable por la vía de la razón (Giraldo, 2008: 73).
Conclusiones
En conclusión, la figura del diablo en Los cortejos de diablo y en Aitana
sirve como respaldo para el tema de lo fantástico y de lo sobrenatural
en la obra de Germán Espinosa y a su premisa que afirma la existencia de
elementos que escapan por completo a la lógica y a la racionalidad que se
han impuesto en Occidente. Muestran también las distintas modificaciones
y adaptaciones que esta ha tenido a lo largo de la historia hasta llegar al día
de hoy, cuando, a pesar de la modernidad, todavía encarna para numerosas
personas los aspectos más oscuros y malvados de la existencia humana. Sin
embargo, hay notables diferencias en el tratamiento a esta figura en las dos
novelas: si, por un lado, la figura del diablo representada por el culto a Buziraco
es vista en Los cortejos del diablo como una contraparte importante en
la lucha de poderes en la Cartagena colonial del siglo xvii y como una clara
crítica no solo al dominio de la Iglesia católica y de la Inquisición sobre la
población, sino también a su intento por acabar con toda clase de creencias
contrarias a las establecidas a fin de mantener su control, ignorando diversas
expresiones culturales y de pensamiento, por otro lado, en Aitana, el diablo
y la brujería, encarnados en la figura enigmática del brujo Armando García
y de sus maleficios, nos alerta del peligro que depara a la humanidad el dejar
de creer en saberes ancestrales, como la magia negra y el satanismo, entre
otros, los cuales juntos forman parte de creencias que se niegan a desaparecer
en el ámbito contemporáneo y que persisten en el imaginario colectivo,
hasta el punto de influir de manera determinante, e incluso negativa.
Igualmente, es muy distinto el planteamiento del tema del mal con referencia
al diablo en las dos obras: en Los cortejos del diablo, la figura demoníaca
de Buziraco, a pesar de su connotación maligna, no es tan maléfica y
destructiva como el personaje del inquisidor Mañozga, y todo aquello que
este representa, lo que permite a Espinosa poner en tela de juicio a lo largo
del texto la manera cómo se establece, se juzga y se condena lo que es considerado
diabólico y malévolo en una sociedad y tiempo determinados. En
cambio, en Aitana no se discute si el mal puede o no presentarse de una u
otra forma, lo cual depende del momento histórico y de la manera en que se
conciba. La conclusión que saca Espinosa en su última novela conduce a que
el mal puede actuar bien, sea por medio de los conjuros sobrenaturales del
brujo Armando García, que terminan afectando de manera irremediable la
existencia del poeta narrador, o por los problemas que aquejan a la sociedad
colombiana, sin que exista al parecer algún tipo de solución que permita
remediarlos.
Por último, Espinosa no crea un sistema de pensamiento con respecto a
la brujería, al satanismo y a otras corrientes que permita explicar en su totalidad
una concepción sobrenatural del universo ni tampoco explica el porqué
de la problemática del mal a lo largo de la historia del género humano. Le
interesa en Los cortejos del diablo darle una base ideológica y mítica a una
cultura mestiza que está naciendo y desarrollándose de manera subterránea
en el ámbito colonial, la cual representa una amenaza al orden establecido
por medio del culto al diablo y de lo mágico, encarnados en el demonio
Buziraco; y en Aitana, que el diablo, caracterizado por el brujo negro Armando
García, sustente su particular concepción de lo sobrenatural y de lo
demoníaco como soporte de una escritura de tipo autobiográfico destinada a
exponer su pensamiento y su crítica a un mundo en el cual lo mágico y lo sobrenatural
ya no tienen valor de ninguna clase, al mismo tiempo que realiza
un homenaje a su esposa recién fallecida y expresa su preocupación por el
influjo del mal y de lo diabólico en la sociedad contemporánea colombiana.
Por todo esto, cabe destacar de manera innegable su importante y variada
contribución a la literatura colombiana con respecto a esta figura tan poco
explorada en nuestra narrativa nacional: el diablo.
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