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La peste o el exilio interior

16.07.2015 17:38

(La novela de Camus, símbolo del absurdo y la incomunicación del hombre)

Por: Reinaldo Spitaletta

La peste, como la guerra, no discrimina. Su poder destructor, su capacidad de exterminio, no distingue entre el cura y el sacristán; entre el médico y el paciente; entre el policía y el preso. Ataca por doquier y contra ella no hay actos heroicos que valgan. Publicada en 1947, la novela de Albert Camus se torna en una alegoría sobre el absurdo, en tiempos de la posguerra, un período de desconciertos y desasosiegos, en los cuales lo humano está en crisis, aporreado por diversas miserias, cuando solo queda la esperanza de lo incierto. De la fatalidad.

Con un epígrafe de Daniel Defoe, un autor que supo de pestes y otras peripecias, la novela tiene una suerte de preludio, con ubicación temporal en la década de los cuarenta del siglo XX, en Orán, ciudad argelina de doscientos mil habitantes, fea y cuyo cambio de estaciones solo se puede notar en el cielo, según advierte el cronista, que además dice que el modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella (y en Orán parece que la gente tiene el trabajo como una virtud), cómo se ama y cómo se muere. Allí, la gente se ama sin darse cuenta, y pronto el lector verá cómo se muere.

El cronista, que hace las veces de narrador, advierte también que éste será conocido a su tiempo (al final de la obra) y en este punto, un lector atento, cuando termine su recorrido por La peste, notará que hay vacíos, alguna incoherencia o cojera, en el mismo. La obra tiene un comienzo definitivo, incluso, inolvidable, como uno de los principios tremendos de otras obras que sería prolijo enumerar, pero que pueden estar en un medido catálogo desde el inicio de La odisea, la Divina comedia, el Quijote y La metamorfosis, como digo, por solo citar unas cuantas: “La mañana del 16 de abril el doctor Bernard Rieux, al salir de su despacho, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera”.

Las ratas muertas se erigirán como personajes clave del presagio de que algo muy grave sucederá en esta ciudad costera. Una de ellas, morirá casi a los pies del médico Rieux, echando sangre por el entreabierto hocico, que pone al facultativo no a pensar en qué es lo que está pasando con los roedores, sino en su mujer enferma, que partiría al día siguiente para un sanatorio de montaña (y aquí usted, querido lector, sin tantas vueltas, puede pensar en La montaña mágica, de Thomas Mann). Y a partir de este momento, la novela, con ratas y raticidas, andará por la ciudad, en una travesía que contendrá momentos de horror, pasión y muerte, con personajes como el periodista de París Raymond Rambert, el padre Paneloux, Jean Tarrou (“historiador de las cosas que no tenían historia”), Cottard y Grand, entre otros, como parte de una encrucijada, en la que la peste no dejará salir a ningún habitante de Orán y pondrá cerrojos a la vida cotidiana. Una ciudad apestada se altera, sufre una especie de neurosis colectiva, hasta desembocar ya no en la imposición y extensión de medidas higiénicas, sino políticas y autoritarias como el estado de sitio y el toque de queda.

La peste lo altera todo, hasta los afectos y la solidaridad, que son elementos indispensables para la sobrevivencia. Orán, de un momento a otro, está bajo el síndrome de una enfermedad medieval, una epidemia, la peste bubónica, la que inflama ganglios y es mortífera. Y el miedo, de a poco, dosificado, va creciendo hasta transmutarse en pánico. La ciudad está apestada, cerrada, sellada. Y tiene fiebre. Y cuando menos piensa, se queda incomunicada, en plena mitad del siglo XX cuando las comunicaciones en su desarrollo parecen haber rebasado el simple telegrama. Pero no. Todavía esta manera sintética de los mensajes, medida casi a cuenta gotas, se vuelve importante en una ciudad que entra en estado de desesperación.

Orán, ante la invasión de la enfermedad, obliga a sus conciudadanos a actuar como si no tuvieran sentimientos individuales, y de pronto deja de estar ligada con el resto del país. Se prohíben las cartas, porque pueden ser foco de infección. No se puede comunicar la desazón ni el aislamiento. La escritura para que otro conozca mensajes, no se permite, está vedada. La telefonía también se enferma, y al fin de cuentas solo queda el telegrama, como único recurso: “Sigo bien. Cuídate. Cariños”. El mundo de la incomunicación como consecuencia de la peste. Las palabras están prisioneras y moribundas.

Y en ese mundo creado por la epidemia, con ratas muertas, con gente muerta, los habitantes de la ciudad se convierten en prisioneros de sí mismos. La ciudad-cárcel. Y de este modo tiránico, impuesto por las circunstancias incontrolables, se vive en un exilio interior, con un derrumbe de la voluntad, de la libertad. “El sufrimiento profundo que experimentaban era de todos los prisioneros y el de todos los exiliados, el sufrimiento de vivir en un recuerdo inútil”. Es algo así, por ejemplo, lo que vivirá, en un campo de concentración, Primo Levi, el químico y escritor italiano, que dejó testimonios hondos y dolorosos de otra peste: la de los campos de exterminio nazis.

Rambert, el periodista que llegó de París a escribir un reportaje sobre la higiene de los árabes, sufre las penurias de la separación del ser querido y del terruño. Están, él y otros, lejos del cielo que los vio nacer y bajo otro firmamento que posiblemente los vea morir. Está en una ciudad ajena, pero que tiene que sentir como propia, debido a la peste, a que se encuentra atado a ella, sin remedio. Sin salida. El destino trágico ineludible. Y cuando menos se piensa, la peste, que está por doquier, se vuelve monotonía, repetición, una suerte de tedio que ni la muerte puede absolver.

Y en la ciudad, con el padre Paneloux, está la advocación del santo apestado, con el del perrito que lame sus llagas, San Roque, pero también, en otros lugares, los escopetazos contra perros y gatos que pueden ser vectores de las pulgas, a su vez, vectores de la peste. Orán es tierra triste, sin esperanzas, en medio de la nada, de la soledad que llena estadios con apestados, que inunda cementerios. En estos ya no caben los muertos, y hay que ampliarlos, hay que tumbar tapias, abrir fosas comunes, echar cal a los cadáveres. Pero es insuficiente. Y en este punto, surge la cremación. El fuego purificador y pulverizador.

Quizá por eso, algunos lectores han visto en La peste una representación de la guerra, pero, en particular, de los campos de concentración. La peste pueden ser muchas cosas de la política, del poder, de los crímenes de lesa humanidad, y la literatura, a su modo, con sus voces particulares, su estética, da cuenta de estas aberraciones. ¿Cuál es el tiempo de la peste? ¿Con qué relojes se mide el paso de una epidemia que altera los ritmos de la producción, del amor, de la vida?

En la novela de Camus, en un absurdo citadino que llega a crear, por ejemplo, una periódico para dar noticias de la peste (El Correo de la Epidemia), hay una manera especial de narrar la ciudad, de meterse en sus recovecos, de poner a caminar por ella a personajes que la peste va uniendo y reuniendo. Y el novelista, maestro en la elaboración de diálogos, pone al lector a presenciar  conversaciones de café y de calle. Y en la banda musical, uno puede escuchar la voz y la trompeta de Louis Armstrong en Saint James Infirmary, con su ritmo de lentitudes, apenas para una peste que no tiene nada de espectacular.

El tiempo de la peste es el presente. Hay un borrón de la memoria, y el futuro no existe. “La peste había quitado a todos la posibilidad de amor e incluso de amistad. Pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que instantes”, dice el narrador.

Al principio de la peste, a la ciudad llegó una compañía de ópera, que se quedó bloqueada, y entonces se dedicó a dar una función por semana del Orfeo de Gluck. Y así, Orfeo y Eurídice, con sus lamentos y llamadas, atrajeron público durante todo el tiempo que la epidemia duró. Así como también hubo toques de órgano en una iglesia. El mundo de la peste, roto por un cine o por una canción.

En Orán, por la enfermedad, la religión fue reemplazada por las supersticiones. De ahí que Nostradamus esté presente en la obra, junto con Santa Odilia, cuyo nombre significa “hija de la luz”. Y a estas alturas, es bueno preguntarse por qué el novelista, a modo de símbolo quizá, introdujo a la santa y mártir cristiana medieval en La Peste. Y cuando se encuentra que Odilia era una profetisa que visualizó lo que sería siglos después la Segunda Guerra Mundial y a un sujeto como Hitler, entonces la presencia de la nacida en Alsacia se justifica.

El ángel de la peste permaneció en la ciudad, en tiempos de flores y de lluvias, de soles y de hojas secas, hasta una “hermosa mañana de febrero” cuando las puertas de la ciudad se abrieron. Pero no se crea que hay un final feliz. Se termina con una advertencia: el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás. Se puede quedar dormido en muebles, ropas, cañerías, papeles, cartas, en algún ataúd (como Drácula), y un día puede despertar. Y entonces las ratas tornarán a echar sangre por su hocico y morirán en las calles, como un anuncio macabro de que el tiempo mejor ha terminado. ¿Cierto, doctor Rieux?