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Los usos del encantamiento por Walt Disney

07.11.2013 00:12

 

Jesús María Dapena Botero

 

Vigo, España, 7 de junio del 2013

A mi juicio, todo el placer estético que el poeta nos procura entraña este carácter del placer preliminar, y el verdadero goce de la obra poética procede de la descarga tensional dada en nuestra alma. Quizás contribuye no poco a este resultado positivo, el hecho de que el poeta nos pone en situación de gozar en adelante, sin avergonzarnos ni hacernos reproche alguno, de nuestras fantasías, es un postulado freudiano. (Freud, S. - 1908. El poeta y los sueños diurnos. En Obras Completas. Amorrorutu, Buenos Aires, 1997).

Lo estético causa impacto en la medida en que pone en jaque el mundo de las representaciones, cuando a través de una experiencia que toca al sujeto, nos transmite algo de lo inefable, más allá de las palabras y de las formas, que atrapa nuestros afectos y sentidos. (Cabello Arribas, G. Sección especial: arte y psicoanálisis).

Ese goce nos enfrenta con el enigma de la creación artística, con su estilo, su capacidad de fascinar en la experiencia con lo bello, como una irradiación deslumbrante y resplandeciente que nos envuelve.

En este caso del cine, por las vivencias de mi alma infantil y más particularmente con la obra de Walt Disney, no puedo desconocer, gústenos o no, las posiciones políticas asumidas por el hombre durante el macartismo, que estamos frente a un artista de los dibujos animados.

Para mí, cada ida al cine resultaba un acontecimiento único; era como si hubiese sido hechizado por ese arte sintético, que envuelve casi todos los sentidos, con imágenes visuales, con un relato, con música, con voces que funcionan como objetos para la líbido.

Todo ello, hacía que ya fuese en el Cinelandia,  o en el Cine al Día, dos viejas salas de cine que había en el centro de la ciudad, completamente primitivas, en casonas viejas, se empezaba a oír desde afuera la voz de los actores o la banda sonora de la película, como un índice que alegraba nuestros corazones; o cuando iba a la casa de unos catalanes, amigos de mis padres, quienes vivían en una elegante casa, con el mejor estilo delAmerican way of life. Cada domingo, el señor que era parecido al padre de Daniel el travieso, con su pipa entre la boca, empezaba a armar el telón de cine, sacaba el proyector que ponía sobre una mesita de la sala y nos abría el espectáculo con una de esas figuras introductoras a pequeñas películas, que hacían el domingo muchísimo más alegre, mientras nuestros padres volvían por mis hermanos y yo.

Y años más tarde, esa placentera sensación cuando Campanita iniciaba los domingos, a las ocho de la noche, en la Televisora Nacional de Colombia, el programa deDisneylandia.

El hadita de Peter Pan, como antaño, en los corredores por los que se accedía a aquellas salas de cine, bastante populares, con el estímulo de su voz anunciaba el mundo de la imagen, empezaba a caldear el clima, para meternos de lleno en la magia de la creación, como si un abracadabra nos acercara a un mundo hechizado, cargado de fantasías, ante algo que se desplegaba como pinceladas sobre un lienzo, gracias al arropamiento de la obra del creador, en un campo visual que se nos presenta como un banquete para satisfacer los apetitos del ojo, que mira encantado un mundo imaginario organizado para sosegar al mismo ojo y al oído, que nos permiten adentrarnos en él, en un mundo inédito que aparece ante nosotros como una especie de Epifanía, a la que asistimos por primera vez.

Campanita nos anunciaba posibles viajes por cuatro mundos diferentes:

La tierra de la frontera, la de la aventura, la del futuro y la de ¡la fantasía!, que era la que más me seducía. Para mí era la más entrañable, aunque las otras también me gustaban y me resultaba prodigioso, ese señor cercano a la sesentena, que hacía la presentación de su propia creación, Walt Disney, máxime cuando sabíamos que su propia historia no dejaba de tener encanto:

Era hijo de un granjero con antepasados irlandeses, que habían llegado a Estados Unidos de América desde el Canadá para instalarse en Chicago, donde la madre se haría maestra de escuela; pero la creciente criminalidad de esa gran urbe los haría marcharse a una granja de Missouri, donde transcurrirían los años más felices de la vida del pequeño Walt, quien empezaría allí a garabatear sus primeros dibujos, a meterse en esa zona de ilusión, del juego que nos lleva a espacios de consolación, en los que cabe la creación artística, si seguimos al gran psicoanalista Donald Winnicott (Winnicott, D. W. Realidad y juego. Gedisa, Barcelona, 1997, 202 pp), para migrar luego a Kansas City, donde el chiquillo de ocho años tendría que enfrentar el duelo de aquella idílica vida campesina mientras tenía que ayudar a su padre, como pequeño gorrión vendedor de diarios, para dar paso a una heroica adolescencia, como ayudante de la Cruz Roja, en la primera guerra mundial.

Pero esos años osados, darían lugar a una nueva aventura que reiniciaría con su retorno a Kansas City, donde trabajaría como dibujante en un estudio artístico donde iniciaría el trabajo con técnicas bastante primitivas de animación para cines locales que lo introducirían en un mundo de experimentación continua,  experiencia que lo llevaría a hacer pequeños cortometrajes de cuentos de hadas tradicionales que se harían famosos en toda la región, hasta que decidiera irse a probar suerte a Hollywood -casi con una mano adelante y otra atrás- donde trabajaría en una oficinita que se hiciese en el garaje de un tío suyo donde terminaría su versión de una carroliana: Alicia en el país de las maravillas, que le abriría las puertas de la animación y la fundación, junto con su hermano Roy, del Disney Brothers’ Studio, primer retoño que se transformaría en la gran Walt Disney Pictures.

Pasaría de su primera serie de Alicia a la creación de Oswald, el conejo afortunado, con el que alcanzaría un rotundo éxito, como si fuera un verdadero conejo de la suerte que ahora podemos ver renovado en 3D, en compañía de ese otro entrañable personaje,  Mickey Mouse, tras la recuperación de los derechos de autor sobre el primer personaje.

Pero Oswald, no parecía haber traído tan buena suerte como la que se esperaba de él, al convertirse en la manzana de la discordia entre distintos hombres del cine, Disney se separaría de sus mecenas para intentar crear un nuevo personaje gracias al encuentro con un ratoncito en su estudio, que podría ser un Oswald , tras darle un tijeretazo con el pincel. El exitoso ¡Mickey Mouse!, un protagonista que aparecería antes de la epifanía del cine sonoro, para celebrar como un verdadero anti-héroe, las aventuras del osado Charles Lindbergh, un año después de su prodigiosa odisea sobre el Atlántico, mientras recreaba las andaduras de los hermanos Wright y esos productos del ingenio estadounidense que son la aviación y el aeroplano.

Pero la victoria no se daría de inmediato; Mickey Mouse no fue tan exitoso,  ni como aviador, ni  como latin lover argentino; tal vez, el muñeco aún no estaba lo suficientemente caracterizado, al andar apenas en busca de una identidad, que le diera luz propia. Ni Charles Lindbergh, ni Rodolfo Valentino parecían ser buenos yoes para él.

A Mickey Mouse, le vendría muy bien el sonoro, con la sincronización del sonido y la imagen, de tal modo, que el triunfo sí sería rotundo con su cinta El vapor Willie, donde vemos el dibujo notoriamente mejorado y mucho menos esquemático.

El pequeño ratón se convertiría verdaderamente en un héroe, cuando la Sociedad de las Naciones le diera una medalla de oro a Disney, al declarar a Mickey Mouse, el símbolo internacional de la buena voluntad; lo que haría que el roedor saltara de la pantalla a los revistas y a las tiras cómicas, al igual que al mercado, convertido en juguetes, relojes, pulseras, diseñados por Cartier, con la admiración de grandes personajes de la historia de aquel momento.

Estaba preparado el camino para la creación de las Sinfonías Tontas, con una versión propia de las danzas de la muerte, que recrea viejos mitos de la baja edad media, con los dibujos de Ub Iwerks y música de Carl W. Stalling, compositor y arreglista estadounidense de filmes de dibujos animados, una línea artística que llevaría a Disney a ganar un primer Óscar al mejor cortometraje de animación en 1932, cuando al sonido se añadiera el color, con su famosa producción Árboles y Flores. Se trataba de toda una innovación técnica; era la narración de una historia de amor entre un árbol femenino, evocador de la Venus de Boticelli y un joven árbol masculino, ingenioso arpista, que seduce con sus notas a esa bella Afrodita botánica, a quien regala con una corona de margaritas silvestres, mientras son perseguidos por un avieso rival, un viejo tronco con anhelos de raptarla en un acto en el que sería vencido, en un legítimo duelo por el joven galán.

Pero el vengativo antagonista produce fuego por fricción de pequeños maderos, para hacer arder a la joven pareja, mientras unas campanillas blancas tocan arebato para advertir de un posible incendio forestal que ataca a todos los habitantes del bosque, mientras el perverso tronco goza de su sadismo hasta caer  víctima de su propio invento, antes de que las golondrinas viajen a las nubes para desencadenar una lluvia redentora y asistir todos felices a una marcha nupcial que se  constituye en una verdadera pieza sinfónica, bajo la batuta del director de cine de animación Burt Gillet.

Entusiasmado, Disney sería a su vez el creador, al año siguiente, de cortometrajes comoLos tres cerditos, que tanto me divirtieran en mi infancia y que aún siguen conservando su encanto para mí:

Se trataba de un verdadero cuento moral para niños formales, al estilo de los de nuestro queridísimo Rafael Pombo; era una fábula pintada, transmisora de una ética pragmática, proveniente del siglo XVIII, quizás  bajo el influjo del utilitarismo de un Jeremy Bentham, donde la holgazanería, la dedicación a la danza y al juego, al amor, al boxeo y a las bailarinas hawaianas de dos de los cerditos, serían contrapuestas al amor, al trabajo del otro cerdito. Práctico, un chico conservador de las tradiciones, bajo la égida de los retratos de papá y mamá, quien al construir una casa sólida de ladrillos, protegería y daría una buena lección a sus hermanos, precisamente en uno de los momentos más graves de la Gran Depresión, en  medio de  una plena crisis económica en 1933; un año en que parecía que el torbellino financiero empezaba a quedar atrás y sobrevendría el colapso total del sistema bancario estadounidense, con la pérdida de los ahorros de millones de personas que, como un verdadero lobo feroz, podía derrumbarlo todo; cuando los mismos Estados Unidos de América se convertían en una nación con una economía sin dinero.

Disney, como cineasta que podía llegar al alma infantil, sería premiado de nuevo con un Óscar en ese mismo año, por la producción de Mickey Mouse, lo que lo animaría a la creación de nuevos personajes, el Pato Donald, Goofy o Tribilín y Pluto, imágenes que en mis tiempos de Cinelandia y de Cine al día, eran el índice inefable cuando el show iba a  comenzar con toda la generosidad de sus imágenes:

Disney empezaba a prepararse para los largometrajes que harían mis delicias, cuando hacia mediados de la década de 1950, llegara el Festival de Walt Disney con maravillosas versiones de los cuentos de hadas populares y otros relatos de autor como los del italiano Carlo Collodi con su Pinocho, del inglés Lewis Carroll, con su Alicia en el país de las maravillas, agradable mezcla de las aventuras en el mundo de la Reina de Corazones, y en el mundo del ajedrez de Alicia a través del espejo, y del escocés James Matthew Barrie  con su Peter Pan, o del austro-húngaro Felix Salten, autor deBambi, una vida en el bosque, escrita en 1923. Una verdadera fiesta de animación, en la que sólo me aburriera en Fantasía, cinta que debía esperar a que se fuese dando en mí un mayor desarrollo de la inteligencia, para poder disfrutarla en su rica belleza pues puede ser bastante abstracta para niños que apenas están en su etapa preoperacional, sin llegar a la inteligencia formal propiamente dicha, si pensamos en términos de Jean Piaget. (Flavell, J.H. La psicología evolutiva de Jean Piaget. Paidós Ibérica, Barcelona,  1987, 484 pp).

Se trataba de una animación mucho más realista, con caracterizaciones psicológicas más definidas y el uso de cámaras multiplano, un nuevo invento de Walt Disney, que daba cierta ilusión de trimedimensionalidad, al poner una serie de capas espaciadas unas tras otras, a cierta distancia, con distintas velocidades, con lo que se logra dar la sensación de profundidad, algo que ya veíamos en forma incipiente en la película de Los tres cerditos, si se detalla bien, y que podemos constatar en la secuencia de ese clásico del cine que fue la Blancanieves de 1937:

Luego vendrían películas como La dama y el vagabundo en 1955, con base en una novela de Ward Greene y nuevas versiones de cuentos de hadas tradicionales como La bella durmiente del bosque (1959). Nos sorprendería muy agradablemente con su introducción de La noche de las narices frías, basada en una historia de Dorothy (Dodie) Smith, una escritora inglesa. Aún recuerdo los comentarios a ese desfile de amos y perros que se parecen tanto en sus rasgos, casi hasta confundirse los unos con los otros.

Y entonces pasaríamos a divertirnos con la versión libre de La historia del Rey Arturo de Terence Hanbury White, un escritor también británico, La espada de la piedra, con una hermosa caracterización del mago Merlín, un tanto tonto, que nos evoca a ese maravilloso Mickey Mouse de El aprendiz de brujo que da vida a la música  y los timbres del impresionista francés Paul Dukas, en una ensoñada pesadilla, aunque con dibujos menos realistas y más esquemáticos en la nueva versión de La saga del Rey Arturo.

Vendría ahora otra joya perdurable de Walt Disney, con la versión cinemtográfica de El libro de la Selva de Rudyard Kipling, notable por la interacción de los personajes, llenos de vitalidad, con sólidos caracteres, que sería la última cinta de dibujos animados en la que el propio Walt Disney intervendría; para ello, pediría al amplio equipo de producción no leer la novela sino basarse en la historia que el propio Disney les contaría, para armar las personalidades de los personajes con base en caras conocidas, con sus movimientos y sus gestos singulares; básicamente lo que Disney quería era una historia muy divertida, sin misterio, ni densidades, pero lo suficientemente humana para lucir los corazoncitos y los sentimientos de los protagonistas a través de la acción y a partir de esbozos muy simples, para nada complicados, que serían el último homenaje del creador del cine animado, a un grupo de técnicos y artistas que le habían permitido, la magia de su creación.

El libro de Kipling era oscuro y misterioso, todo lo contrario de lo que quería Walt Disney, quien pretendía darle un rumbo distinto a la antigua historia, sin importarle mucho que se apartara del argumento original.

En cuanto a la atracción que los protagonistas  ejercieran sobre el público se apuntó un logro del cien por ciento, dada la fuerza de sus personalidades; fue todo un hit en la animación de personajes; la caracterización resultó formidable, así el filme careciera de otros elementos, a los que Disney les restaba importancia en ese momento. El éxito se obtendría a través del diseño, los bosquejos y los dibujos lineales, increíbles e impecables.

Cuando ya me era definitivo decir adiós a la infancia, vinieron Los aristogatos, en 1970, basada en un cuento para niños, escrito por Tom Rowe; era la primera cinta de dibujos animados, que se hacía sin la presencia del inolvidable Walt, quien había muerto de un cáncer de pulmón, dado su tabaquismo impenitente, en 1966.

Era un filme, que conservaba el encanto del creador de la Compañía Disney, el cual se prolongaría en la siguiente producción una versión fabulesca de Robin Hood, el épico personaje inglés. Tras la muerte de Walt, la compañía atravesaba por una noche oscura en términos creativos, pero la cinta fue bien acogida por el público y la crítica, incluso con la nominación al Óscar para la mejor canción:

Y también me resultaría hermosa, cuando ya era un joven psicoanalista, que trabajaba con niños, Pete y el dragón (1977). Me permitió comprender el sentido de la transferencia, como un amor pasajero que permite que quien se encuentra en la selva obscura de su psicopatología, pueda acceder a una vida factible más allá del despacho del psicoanalista, en la medida que ese amor se constituya en amor por el conocimiento de lo inconsciente.

Esta nueva cinta de la compañía Disney me evocaba a la vez, otra, La canción del sur de 1946, que había visto en mis años puberales, una deliciosa mezcla de cine de realidad y fantasía, de actores de carne y hueso con personajes de ficción animada, tipo de presentación que resultaba todavía más fabulosa, al juntar el mundo real con el de las ensoñaciones.

Entonces, vendría La Sirenita (1989), que para muchos sería la salida de la noche oscura tras la muerte de Disney, pero que para mí resultaría un filme bastante comercial, que desvirtuara un poco el estilo de Hans Christian Andersen y del propio Disney, al restarle el pesimismo del autor danés, para convertirse en puro espectáculo musical.

Con una bruja,  que nos recuerda a la malvada Medusa de la historia de Margery Sharp,Bernardo y Bianca (1977), una cinta en la que nos deleitáramos tanto, particularmente en la escena de la ONU de los ratones, precisamente en medio de la noche obscura de la Compañía Disney, viuda de Walt, cuya producción durara cuatro años, con el talento de un equipo de más de doscientos cincuenta personas, con el retorno a un género dramático, como el de Bambi Dumbo, con toda la recuperación del arte de la animación, en una cinta hecha con el corazón, que de nuevo se llevaba el Oscar a la mejor canción conSomeone’s waiting for you.

Aunque no deja de ser genial esta agradable reunión de ratones en el sótano de la ONU.

Mejor me pareció la retoma del cuento de hadas tradicional europeo en la versión cinematográfica de la historia escrita por Jeanne-Marie Leprince de Beaumont, de La Bella y la Bestia, la cual, de nuevo ganara el Óscar de la mejor canción original y a la mejor banda sonora en 1991, hasta convertirse en un nuevo clásico del cine.

Porque, a pesar de la ingeniosidad del multiforme genio de Aladdin y que volvería a ganarse los mismos Óscares que la anterior, en 1992, resulta un filme bastante comercial y no sé hasta qué punto cargado de un racismo contra el mundo árabe, principal enemigo de los Estados Unidos, desde la caída del muro de Berlín y la ambición despertada por el petróleo.

Pero apoteósica, si me resultaría el siguiente filme de la Compañía Disney, realmente digna de convertirse en otro clásico de cine: El Rey León (1994), con la música de Hans Zimmer y las canciones de Elton John y Tim Rice, entre las que sobresale El ciclo de la vida en la que los animales van a dar su bienvenida al pequeño Simba, podemos oírla en la propia voz de Elton Jones, o la alegre canción de Hakuna Matata de Jimmy Cliff y los coros africanos dirigidos por M. Lebo.

Toy Story 1, primer largometraje de los estudios Pixar, con efectos de animanción, en la historia del cine, para contarnos la aventura de unos juguetes vivientes, con la especial participación de los simpáticos Woody, el vaquero y Buzz Lightyear, bajo la dirección de John Lasseter, hombre que trabajara tanto para Disney como para Geoge Lucas.

La cinta requirió para su creación de un equipo de unos ciento diez empleados, para hacer que las cosas lucieran más orgánicas, cada hoja de césped, por ejemplo, con un sentido realista, a partir de guiones gráficos animados, lo que haría que la cinta obtuviera un reconocimiento especial al mérito por la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, por el desarrollo y aplicación de técnicas para la realización del primer largometraje animado por computadora y las nominaciones a la mejor canción original, la mejor banda sonora, y el mejor guión original, como si se nos mostrara que el impulso del Disney que se iniciara con Mickey Mouse se lanzara como los personajes de esta película al infinito y más allá, en un big bang que se expande tras la muerte de Disney con otros genios distintos a él.

Pero en ese mismo año, la compañía Disney volvería al tema romántico y principesco, conPocahontas, que no nos remitiría a las princesas europeas de los cuentos de hadas populares sino a una historia real de la hija mayor del jefe Powathan de una comunidad nativa de Virginia, de cuya infancia se supiese poco pero que, en 1607, cuando los colonos ingleses llegaron a ese territorio, John Smith sería secuestrado y condenado a muerte, hasta que la chica saltó sobre él para protegerlo, lo que establecería vínculos amistosos entre los aborígenes y los conquistadores.

Esta historia serviría de pretexto para que la Compañía Disney realizara una historieta de amor, que poco se sabe si tuviera fundamento alguno porque realmente Pocahontas fue raptada como moneda de cambio, para salvar a rehenes que los indígenas tenían en su poder, lo que haría que la joven se cristianizara y perfeccionara su inglés hasta el punto de que se convirtiera en una especie de embajadora.

Historieta que daría lugar a una nueva cinta de Disney, en el que Pocahontas viaja con John Smith a Europa, una de esas segundas partes que nunca fueron buenas. Más allá de ser un elogio al proceso de transculturación y convivencia interracial en un contexto colonial, la película me parece que no pasa de ser un love story más, sin mayor trascendencia, que da paso a una versión más bella del amor, con la recreación de la novela de Víctor Hugo, El jorobado de nuestra señora de París, que narra el amor de un ser condenado a la otredad por su fealdad, a lo deleznable, por prejuicios raciales. La hermosa Esmeralda, que en su momento representara Gina Lollobrigida, en compañía de Anthony Queen, como Quasimodo, un filme de Jean Delanoy (1956);  la raza gitana no pasaba de ser un grupo rechazado por la iglesia católica, por sus creencias distintas y su autonomía frente al dogmatismo de la cristiandad establecida. Tal proceso de aculturación la llevaría a casarse con otro inglés John Rolfe, de donde pasaría a ser Lady Rebecca Rolfe, propietaria con su marido de una plantación de tabaco.

Cuarenta años después, Gray Trousdale y Kirk Wise, bajo la producción de Walt Disney Pictures, recrean esa vieja historia de una forma bastante bella, en una cinta que trata de acercarse al alma de Quasimodo, más que a una descripción detallada de la gran Catedral parisina, que se propusiera el mismo Víctor Hugo.

Aquí los directores no hacen propiamente un filme para niños, al tocar temas duros como los del racismo, la sexualidad más apasionada que la del edulcorado romance, el fanatismo religioso de un eclesiástico, con una animación detallista, que requirió de un equipo de seiscientas personas y una recreación bastante artística de la arquitectura de la catedral, con música del neoyorquino Alan Menken, quien ya se había llevado varios óscares por sus trabajos musicales para Walt Disney, con coros en latín, en todo un canto romántico a la libertad, a la amistad y al amor, en una cinta que va más en la línea de La Bella y la Bestia, donde se valora más lo interno que lo externo.

Luego, en el mismo año se produciría Jim y el melocotón gigante, en una alianza entre Walt Disney Company y Tim Burton, bajo la dirección de Henry Selick, sobre el cuento homónimo de ese maestro de la literatura infantil contemporánea,  que  había sido Roald Dahl, muerto en 1990,  y realizada con la técnica de stop  motion, o sea animación con volumen, detenimiento de imágenes, uso de manivela y filmación foto por foto y cuadro por cuadro, mediante el movimiento de objetos rígidos o maleables.

Sin embargo, en el verano de 1997. Disney hacia para mí, una mediocre versión del mito de Hércules, en la que sólo se salvaría la figura de Hades, el señor del inframundo, con su genial cabellera encendida, otro villano digno de la colección de ellos, que ha hecho Walt Disney desde que se dedicase a las historias animadas, dentro de los que se destacan la bruja de Blancanieves, la madrastra y las hermanastras de Cenicienta, la Malevola deLa bella durmiente, la Cruela Deville de La noche de las narices frías y el Frollo de El jorobado de nuestra señora de París.

Porque Mulan sería otra cosa, una leyenda oriental, escrita por Robert D. San Souci, nacido en San Francisco y ganador de varios premios de literatura infantil, con base en una antigua balada china, sobre una heroína inteligente, segura de sí, de ingenio extraordinario,  que no se ajusta a los modelos tradicionales de mujer, lo que implicó para Disney toda una investigación antropológica sobre la cultura china, para representar a una chica que decide disfrazarse de hombre para luchar contra los hunos, descrita con imágenes, con un toque oriental, desconocido en la producción disneyniana.

Y para finalizar el siglo XX, se lanzarían a la producción de un Tarzán, naturalmente basado en la famosa novela de Edgar Rice Burroughs, para mí una aceptable versión del mítico personaje, tantas veces llevado al cine desde su creación hacia 1912.

Bichos (1998) me pareció superada por la película del mismo año Hormiguitaz, una película  mucho más crítica, en el mejor estilo orwelliano, contra gobernantes femeninos y conservadores, fálicos como Margaret Tatcher y Ángela Merkel.

Sin duda el nuevo milenio, nos trae una versión realzada por la tridimensionalidad de Fantasía, cosa que se agradece cuando el destino nos es representado de esta manera, al compás de las notas de Ludwig van Beethoven o tenemos una versión de la Rapsodia en azul de Gershwin o la excelente versión del Pájaro de Fuego de Igor Stravinsky, evocadora un tanto de Bambi y La Consagración de la Primavera, en el que la vida triunfa tras lo que parecía ser un apocalíptico final, siempre presto a volverse a producir por la presencia del volcán.