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Medellín, la de atrio y cafetín

18.06.2014 17:11

Por: Reinaldo Spitaletta

  Un texto propuesto por Gotas poéticas a propósito de Séptimo Foro Urbano Mundial ONU Habitat.

A veces, como aquel Gonzalo Arango, situado en el morro de El Salvador, uno se siente -o se sienta- a solas con Medellín, con la pagana y muy cristiana ciudad que, en el siglo XIX sabía más de trabajos que de bailes. A veces, la ve uno con sus chimeneas extinguidas, sus bancos en efervescencia, su fiebre bursátil, y todavía, como en la Villa de la Candelaria, se pueden ver crecer las panzas y las bolsas de los potentados.

Ya pasaron los chismes de atrio. Cree uno. Y se fueron los bullicios de las mesas de bar de Guayaquil. Los reemplazó el “barequeo” de clientes en cacharrerías modernizadas y la agitación de almacén de El Hueco. A veces, sentado en el café Versalles, ve uno pasar a Junín y su extinguida historia de elegancias y pasarela de mujeres, parecidas, quizá, a la borgeana Lujanera: “Verlas, no daba sueño”. No hay lugar para la nostalgia, sí para la memoria.

Una ciudad, como se sabe, es más que una arquitectura, aunque ésta sea materia clave en la formación de símbolos, en la creación de imaginarios. Es más que una calle, incluso más que aquella en la que crecimos, o en la que supimos de las primeras revelaciones. Trasciende la infraestructura y anida en lo esencial: en la gente, en el transeúnte, en el vecino, que ahora, con la aparición del gueto, de la ciudadela encerrada, también tiende a desaparecer.

Una ciudad es más que sus buses y semáforos, más que sus edificios inteligentes y sus fábricas. Es un olor (tal vez a hollín, a plaza de mercado, a flores muertas), o un conjunto de aromas. Es un mundo interior. A veces, como en un tango, puede ser un coro de silbidos, o el fragor del patio de recreo de una escuela marginal.

La ciudad trasciende a la muchedumbre, sea esta laboriosa o de ociosos. Es, a veces, un estado de ánimo o el frufrú de una falda de colegiala. Medellín, por ejemplo, es lo que fue. Y lo que es. Tal vez, lo que será. Mezcla rara de tiempos muertos, de tiempos vivos. Así, es todavía el primer fonógrafo traído por Coriolano Amador, o ese automóvil francés que el progresista empresario (también llamado El burro de oro) trajo a Medellín antes de estallar en Colombia la Guerra de los Mil Días.

Es el Carré y el Vásquez, ayer lujos, luego conventillos, inquilinatos para amores de urgencia, expendios de alucinógenos, oficinas de sicarios. Y ahora, restauración y sosiego. Para que el ombligo de la historia no se corte. Es una extinguida plaza de mercado -también ideada por el hombre al que honra una calle- entonces símbolo de modernidades, con estación de tren incluida. Pero, a su vez, es un metro con estaciones asépticas e impersonales.

Medellín es una novela de Mejía Vallejo o de Carrasquilla y, claro, también una crónica de Abad hijo recordando al Abad padre, o un relato de Memo Ánjel y sus mesas de judíos. No es ya el teatro Bolívar o el Junín, referentes culturales de una generación extinguida, pero es el uniforme cine de hipermercado, o el centro comercial macdonalizado. Es, o era, la morcilla de las señoras de Tejelo y de las vendedoras de arepas de un Carabobo transmutado en paseo comercial. O cultural, dicen.

Uno hereda la ciudad. Como la lengua. O como la sangre. Así, en cada uno, aunque no lo sepa, hay un poco de sudor de obreros, de sus plusvalías textileras; un poco del barrio que ya no es. Tal vez unos rescoldos de calderas fabriles y hasta el alarido de Marañas, cuando, a fines del siglo XIX, al inaugurarse en Medellín el alumbrado eléctrico, proclamó con ufanía, mirando al cielo de su nueva ciudad: “¡Luna, a alumbrar a los pueblos!”.

Una ciudad, como esta, con nuevos cementos y bibliotecas barriales, es más que una concepción físico-espacial: es una entrada a la imaginación, a paisajes invisibles. Es, por ejemplo, aquel cafetín sin decorados y sin música, hecho para el ejercicio de la palabra y la fraternidad. Los planeadores la piensan para el intercambio de mercancías y las rentabilidades, pero la ciudad debe estar hecha para la relación inteligente con el otro.

Una ciudad, digamos Medellín, es un álbum de afinidades, de amores y odios compartidos. Y es el hombre que la habita, la padece y goza. No puede ser una prisión, ni una apología a los réditos económicos. Debe ser un espacio para el imprescindible ejercicio de la libertad y la imaginación, el mismo que trasciende lo catastral, lo burocrático.

Heredamos un poco, o casi nada, la ciudad perdida, la de Salvita, aquel alucinado que en su globo se estrelló contra los techos de la plaza de Guayaquil; la de las madonas festivas de las zonas prohibidas; la del poeta de la barba rojiza; la de los irreverentes alborotadores nadaístas. La de aquellos barrios extraviados que daban carácter y puñaladas.

Y somos de una ciudad que a veces nos sume en soledades, pero, al mismo tiempo, nos ofrece la posibilidad de manosear una gorda boteriana o la de meternos en una sala de teatro. Somos de una ciudad con gente que se rebusca en el semáforo, con muchachos limpiabrisas y contorsionistas de esquina. Ciudad de mendigos y avaros, de opulencias y necesidades, de ladrones y prostitutas.

Heredamos un tanto el cielo de esmog y el canto al trabajo; los campanarios y el desarraigo de los que arribaron empujados por el desamparo. Cada uno, el destechado, el magnate, es ciudad. ¿Qué debe permanecer, qué cambiar?

A veces es un ejercicio de placidez (también de desesperanza) subirse a alguno de sus cerros tutelares y observarla. Ver su “corazón de oro y su pan amargo”, sentir su corazón de máquina y perderse en el paisaje inmenso de casitas simples adornadas por un metro colgante.

Decía el poeta de la barba nórdica, en los albores del siglo XX, que aquí había una total inopia en los cerebros. Puede que el panorama haya cambiado poco. Lo que sí puede ser un consuelo es irse alguna noche a un parque a mirar la luna que Marañas no pudo exiliar.