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Michel Houellebecq: Consideraciones sobre el tedio

21.10.2015 19:55

Michel Houellebecq: 

Consideraciones sobre el tedio

Por: Pablo Montoya

Fragmento del libro, Un Robinson cercano

El tedio es una secreción de la opulencia. Se extiende como una llaga frívola en las mansiones de la burguesía. Planea, oneroso, en los burócratas de los estados socialistas. No hay consumo posible que pueda desalojarlo de los recientes tiempos liberales. El tedio, esa terrible exquisitez, poco tiene que ver con la pobreza material y la precariedad de los espíritus. Roe, incansable, el alma de los pudientes y los ociosos. Hay un paradigma inolvidable del tedio en el Cándido de Voltaire. El noble veneciano Pococuranté que, rodeado de muchachas graciosas, cuadros bellos, música amena, excelentes manjares y gran literatura, se ahoga en un aburrimiento insondable. Flaubert, que conoció bien las ásperas sinuosidades de la insatisfacción, decía que esas cuatro páginas del Cándido son una de las maravillas de la prosa y la culminación de casi un siglo de esfuerzos literarios. Pero es Baudelaire el que mejor dibujó las facciones del tedio. Las flores del mal inician con un bostezo monstruoso que devora todo el universo. Criatura delicada aunque terrible, el tedio de Baudelaire tiene sin embargo, a diferencia del de Pococuranté, una inclinación por el disfrute estético. Entre lo transitorio y la eternidad está el arte, propone el autor de El spleen de París. Pero sobre los tres planea, férreo, asfixiante, demoledor, el tedio con su sombra.

En los ámbitos de esta asfixia puede existir el pálpito de una intuición. Y, al mismo tiempo, una suerte de sospecha de que luces así no sirven para dilucidar nada. Aunque Paul Valéry asegura que este hastío de vivir sirve de algo. Ayuda a que se mire con claridad la existencia en su completa desnudez. Lo cual equivale a decir que gracias a él vemos las cosas tales como son. Vacuidad que el burgués olvida con sus ruidosas fiestas familiares y sus pasatiempos triviales. En paradojas de este tipo, el tedio gusta devorarse a sí mismo y nos devora con minucia. Y es así que desde las inmensas riberas del tedio se levanta una reflexión que termina por volverse esperanza. Esperanza que no es más que una de las maneras tras la cual se esconde el lúcido hartazgo de sentir que estamos vivos. De la lenta masticación del hastío las letras están llenas de metáforas y símiles igualmente exhaustos. En realidad, la literatura ha comprendido el tedio como una indigestión espiritual que paraliza frente a cualquier intento de liberación. El mismo Valéry pone en boca de su Sócrates una sentencia inquietante: “La opulencia paraliza”. Pero es el tedio, escoria del confort, lo que en verdad detiene al borde de todos los abismos, evitando que el suicidio sea una real evidencia. En esta serie de definiciones, sin embargo, no hay más que una atractiva red de artificios. Los escritores franceses, desde Pascal hasta Cioran, han querido hacer de ella como una quimera literaria. Michel Houellebcq, a su modo, continúa esta tradición fatigante.

En su primera novela, Ampliación del campo de batalla, se pone freno a la idea de que la escritura es un ensalmo contra el tedio. Dice el empleado informático de la obra que la escritura no alivia. Tan solo retarda, delimita, introduce una sospecha de coherencia en horizontes condenados a la desolación. Pero es verdad que la escritura puede entenderse también como un remedio para exorcizar los demonios del hastío. Se trata, entonces, de escribir para no sucumbir. De escribir para declarar la guerra a todo lo aborrecible. Vladimir Maiakovski decía, en medio del júbilo revolucionario bolchevique, que su trabajo fundamental era la injuria y el sarcasmo contra toda injusticia. Rimbaud proponía algo parecido a finales del siglo xix: una educación poética a partir del desborde de los sentidos. En tal aniquilamiento insensato, el poeta avanza y el poema asume su belleza espantosa. Porque es en la experiencia del exceso donde la escritura logra una de sus plenitudes. En Una temporada en el infierno no se alude, por supuesto, a una escritura que aligere. Ante la comodidad hipócrita del burgués, la única senda para el poeta es, según Rimbaud, escribir desde el estrago y el grito. Por ello, el tedio tiene acaso una significación sorpresiva en el rebelde de Charleroi: está asociado a la rabia. Es un tedio que tiene el mismo impulso de esas acciones límites que el autor de La carta al vidente aconseja para favorecer el crecimiento del arte. Cuando la vida se vuelve una farsa continua, cargada en las espaldas de todos los hombres, el tedio debe levantarse como una fuerza transgresora. Habrá que comerlo y digerirlo para vomitarlo sin compasión sobre esa ecuanimidad resignada que el dios católico otorga a los hombres de buena voluntad. Es un tedio parecido, quizás, al que invade al personaje de la novela de Houellebecq. Pero hay una diferencia. Si el sujeto de Rimbaud es un animal herido que salta en medio del desdén, horrorizado por la patria y las virtudes de sus ciudadanos, el empleado de Houellebecq se pasea cansado, bosteza, vomita, se masturba por entre el falso esplendor de la nueva Europa. Ambos escritores están acorralados por el tedio. Al primero, lo sacude con violencia. Al segundo, lo paraliza. En los dos, en todo caso, la felicidad, tan pregonada por sus sociedades, es imposible de conquistar.

Fuente:

Montoya Campuzano, Pablo. Un Robinson cercano. Fondo Editorial Eafit, Medellín, 2013.