Escritor participante
Jaime Jaramillo Panesso
Lo conocíamos en el campo del derecho y la política y sabíamos de su gusto por el tango. Su desempeño como escritor de cuento y poesía nos llegó de sorpresa en una noche de música, de amigos y celebración. Con toda sencillez aceptó nuestra invitación. Nos dio la oportunidad el pasado 22 de mayo de escuchar algunos tangos de su colección, de saber un poco sobre el lunfardo, de leernos sus cuentos y poemas y de hacernos reír y disfrutar. Aficionado a la música popular y el fútbol, para Jaime acaba de empezar uno de sus momentos preferidos, el mundial. Compartimos hoy las memorias de nuestra tertulia.
El tango, el músico y el tigre
Porque el tango y unas viejas canciones rancheras eran la fuente de subsistencia de aquel músico de Puerto Berrío, Carlos Murillo, que así se llamaba el artista, actuaba en los mejores estaderos y en las heladerías del puerto. Los ganaderos y los comerciantes lo contrataban para los cumpleaños o cuando se encontraban de farra. De vez en cuando los muchachos del liceo que se graduaban solían pedirles a sus padres dinero para llevar una serenata con los boleros que melosamente combinaban con baladas, los cuales causaban una piquiñita en los estómagos de las muchachas casaderas.
En aquel junio de cielo brillante y de pocos planchones en el rio, Carlos Murillo fue abordado por el mayordomo de una de las mejores haciendas de la región del Carare: “Don Joaquín le manda decir que vaya el jueves para una “tenidita” de canciones de las que le gustan a él y que por plata no se preocupe”, dijo el hombre. El músico sin hacerse repetir la información tomó el jueves al atardecer un vehículo de servicio público que lo llevó hasta la casa principal de la finca, y sin mucho preámbulo, se bajó con su guitarra, caminó hasta la sala y comenzó a deshojar canciones de viejo cuño y de rosados sentimientos. Anduvo la noche más rápido que la fatiga, pero el hombre de casa le ofreció sancocho de bagre o sudado de carne gorda para que matara un poco los aguardientes que se habían tomado. Luego le quiso encimar doscientos pesos por el trabajo musical y Carlos Murillo, curtido en tantas noches de parranda ajena y de notas repetidas, con su pelo teñido para posar de joven artista de las riberas del Magdalena, se sintió muy mal pago. “Cincuenta pesos por canción me pagan en los bares del pueblo para que usted me ofrezca tan poquito, aunque es cierto que la comida estaba bien”. Enojado por el desacuerdo y sin pretender transarlo, Don Joaquín lo echó de su casa sin dinero y el músico emprendió el camino a campo traviesa con su guitarra al hombro. Refunfuñaba bajo el cielo oscuro de la media noche y, potrero adentro, sin fijarse en el sendero, cayó en un hueco grande que se utilizaba como trampa para los tigres. Pequeño y desvalido no pudo salir por sus propios medios. Sin que pasara un rato largo, estrepitosamente también cayó un tigre en la misma trampa y, frente a frente quedaron los dos. El tigre alzó sus garras y gruñó; el músico tomo la guitarra y comenzó a tocar un tango: “Tengo miedo de las noches que pobladas de recuerdos…” El tigre se aplacó hasta que la canción terminó. De nuevo gruñó y mostro las uñas mayúsculas. Carlos Murillo comenzó otro tango, y otro más, y así sucesivamente. En cada descanso entre tango y tango el tigre se lo quería comer, pero luego se sentaba tranquilo y hasta parecía dormir. El silencio lo despertaba y exasperaba su instinto feroz. Como a las cuatro de la mañana la guitarra timbró herida porque se reventó una cuerda. Minutos más tarde dejó de cantar la segunda cuerda. El músico no se arredraba y continuaba su tanda de tangos. Cuando quiso cambiar de género y entono un corrido mexicano, el tigre se puso furioso y debió volver de nuevo a los tangos. Otra cuerda se reventó y ya serían probablemente las cinco de la madrugada. Los dedos de Carlos Murillo, rojos unos y sangrantes otros, tenían más quejidos que la letra: “he llegado hasta tu casa/ yo no sé cómo he podido/ si me dicen que no estás…” Y dele a los tangos. Ya no quedaba en la guitarra más que una cuerda. El tigre se alzó de sus patas traseras y se abalanzó sobre el enmudecido músico.
Un cazador, que ya se encontraba en el borde del hueco atraído por los tangos, disparó a tiempo su carabina y dejó muerto al tigre. “Usted si es de buenas, aparecer yo en el preciso momento en que se lo iban a tragar”. Al músico no le hizo gracia la frase y contestó: ¿De buenas yo? No lo crea. Dejar de ganarme doscientos pesos donde Don Joaquín para tener que cantarle a este tigre toda la noche gratis, eso no es buena suerte”.
Despedida del malevo
Me voy sin vos,
pelada linda y frentera.
Me voy sin vos
porque me picaron arrastre
los amigos de mis enemigos,
y caí en la curva
cerca del puente de la cañada.
No me tiraron a herir,
sino a cortarme el aire
que pasa por la garganta,
ese aire que tanto te molesta
cuando va con el ron
de doce años, más la coca
entreverada con cola coca.
Me voy sin vos,
mejor dicho, me fui,
me fueron estos bandidos
que tuvieron más plomo en las pistolas
que yo en la mía.
El bus lleno de pasajeros cansados. Querían volver a su vereda, un domingo al atardecer, mientras el cura párroco gritaba por el micrófono la falta de diezmos y la ausencia del amor a Dios a sus enviados. Un temblor de tierra agrietó la iglesia. El cura dijo en la calle que era castigo divino. Una campesina le gritó al conductor: Vámonos pronto antes de que Dios nos cobre personalmente.
Indagatoria a un malevo
A mi me llaman La Pulga,
señor juez,
pero mi nombre de pila,
el nombre verdadero lo sabe mi mamá
porque ella tiene el papel
de la notaría cuando nací.
Eso hace muchos años,
como veinte.
Estudié la primaria
en la escuela del barrio,
pero no terminé
porque tuve que trabajar
para mis hermanitos menores.
Entonces aprendí a lavar buses
en la terminal de Castilla.
Ahí conocí a ese muchacho rober,
el que capturaron conmigo.
nada malo hicimos,
Señor Juez.
Nosotros estábamos tomando una frescola
en el café La Bola roja,
cuando llegaron unos tipos
a preguntar por un tal Memín.
Cuando salimos
el muerto estaba ahí.
Yo si lo vi,
pero no lo conocía.
Después llegó la policía.
rober y yo nos fuimos a dormir
y en el camino
nos alcanzaron dos amigos
que trabajan en el lavadero.
Les guardamos un fierro que traían.
Ellos iban para una rumba
donde una madrina
que cumplía años en el Pedregal.
Al entrar a la casa
nos cayó la policía,
nos decomisaron la pistola
y nos trajeron al calabozo
de la Sijin.
Y ahora nos dicen
que ese fierro es de nosotros
y el muerto también.
Yo soy lavador de carros,
Señor juez,
y nunca aprendí a disparar.
Pregúntele a mi mamá.